Discurso de mons. Barrio en la inauguración del Encuentro de sacerdotes, religiosos y religiosas del Camino de Santiago

En camino hacia el Año Santo 2021

 

Introducción

Agradezco la invitación que me han hecho los organizadores de este Encuentro de sacerdotes y Miembros de Vida Consagrada del Camino de Santiago para exponer las que considero “Contenido catequético para el Año Santo 2021”, en el encuentro con los peregrinos, sabiendo que el método de vida cristiana se fundamenta: en la eucaristía, en el compartir la propia existencia con los demás, en conocer a Cristo y lo que pensaba, en las oraciones en público y en privado, y en la acción misionera (Hech 2,42-47). Hay que volver al hecho cristiano fundamental, identificándonos con la persona y la historia de Jesús, y dando testimonio de que la propuesta de vida cristiana es contribuir al bien común.

Las celebraciones de los Años Santos Compostelanos han  tenido una connotación espiritual y pastoral además de la cultural en las circunstancias del momento eclesial en que se celebra. El Año Santo es un acontecimiento de gracia para la ayuda de la realización integral de la persona con una antropología dinámica y dinamizadora y se contextualiza en la realidad socio-cultural-religiosa en la que la persona se está moviendo.

La celebración de los Años Santos que no es aséptica, sigue siendo una llamada a la conversión. Nos ayudará a renovarnos espiritualmente, haciendo memoria de los contenidos de nuestra fe para ser como el Apóstol Santiago “amigos y testigos del Señor” y acogiendo la urgencia de la evangelización en medio de la indiferencia religiosa, incertidumbre moral y pérdida del sentido transcendente de la vida. De esta manera el Año Santo contribuirá al despertar religioso y espiritual de muchas personas, de las comunidades cristianas y de los pueblos. Hay que entrar en diálogo con quien espera.

Con esta preocupación nos ayuda a situarnos el magisterio del papa Francisco, sobre todo en la Exhortación Apostólica Evangelii gaudium y en la encíclica Gaudete et exultate. En la primera, entre otros aspectos, el Papa nos describe la situación del momento actual en el que se encuentra la persona a evangelizar, sabiendo que “la alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús y que con Jesucristo siempre nace y renace la alegría”. No se nos oculta la creciente deformación ética en nuestras sociedades, consecuencia del debilitamiento del sentido del pecado personal y social, así como de un progresivo aumento del relativismo que se expresa en la mundanidad espiritual que idolatra el dinero, debilita los vínculos entre las personas y desnaturaliza los vínculos familiares. Es necesario volver a una ética propia del ser humano conforme al proyecto de amor de Dios, y a su “misericordia gratuita, donde todo el mundo pueda sentirse acogido, amado, perdonado y alentado a vivir según la vida buena del Evangelio”.

En la Gaudete et exultate hace una llamada a la santidad en el mundo actual. El Año Santo debe ser un año de discernimiento con el don del Espíritu Santo que debemos pedir escuchando a Dios, orando constantemente y viviendo la contemplación en medio de la acción. Qué menos que recordar que el Señor nos eligió “para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor”. La santidad de una persona se mide con su caridad y por la dimensión social de la fe. Precisamente se convoca el Año Santo para cambiar las actitudes de las personas conforme al plan de Dios, favoreciendo su despertar religioso y espiritual como también modelar cristianamente las comunidades cristianas. El fortalecimiento de la esperanza en los bienes futuros animará la evangelización de la sociedad en consonancia con la rica tradición apostólica. La Iglesia ha de estar atenta a cuanto se mueve en la sociedad. En el actual cambio de época no se debe rehuir el riesgo de proponer juicios sobre nuestra sociedad.

Los Años Santos del tercer milenio

En esta perspectiva, al imprescindible magisterio del Papa considero que he de referirme a las cartas pastorales de los últimos Años Santos: “Peregrinar en espíritu y en verdad”, de 1999, “Peregrinos por gracia”, de 2004, y “Peregrinos de la fe y testigos de Cristo resucitado”, de 2010.

En nuestra vida de peregrinación en el mundo y en el tiempo, la fe cristiana siempre remite a una palabra o a un acontecimiento que no se encuentra al final de una experiencia cósmica de lo sagrado, ni tampoco al final de un trabajo de la razón[1], sino que provienen del testimonio que dan los creyentes de una graciosa manifestación histórica de Dios. No olvidemos que Dios se nos revela en su palabra, nos sale al encuentro en sus testigos y se nos hace presente en la comunidad de los creyentes. La fe se entiende a sí misma como respuesta libre a una llamada libre –el hombre “buscado” por Dios y “en busca” de Dios-. Nace de la escucha de una palabra, pronunciada en la revelación cósmica y alcanza su culminación en Cristo Palabra encarnada, que convoca a la conversión como consecuencia del encuentro con Cristo. Hay, pues, una dependencia de Dios que, lejos de ser alienante, es liberadora. El cristianismo es creer, acoger esa palabra; amar, cooperar activamente en el cumplimiento de esa palabra; y esperar, aguardar confiadamente la plenitud de su cumplimiento. La fe, el amor y la esperanza son tres dimensiones de la actitud unitaria y complexiva del hombre que ha acogido el don de Dios[2]. “Esta unidad se nos da en Cristo diversificada como: Revelación, que es acogida y respondida en la fe; como Promesa asumida en la esperanza, y como Amor al que solo el amor puede dar respuesta”[3].

En los dos últimos Años Santos de este milenio se ha subrayado que la gracia del Espíritu Santo es el principio y el fin de la vida peregrinante cristiana en la fe y en la esperanza. Queda como tarea del próximo Año Santo 2021 el proclamar que el peregrino cristiano por la fe y la esperanza está inmerso en la unión del Padre, el Hijo y el Espíritu y así es llevado a su plena consumación. “Les he dado a conocer quién eres, y continuaré dándote a conocer, para que el amor con que me amaste pueda estar también en ellos, y yo mismo esté en ellos” (Jn 17,26).

De lo dicho se deduce que el epicentro del mensaje pastoral del Año Santo Compostelano 2021 debería situarse en la alianza con Dios. En ella, el peregrino fiel, en el mismo momento en que va arrancando las raíces del pecado, se va construyendo a sí mismo como un miembro vivo, auténtico, del cuerpo eclesial de Cristo. Todo lo que hay en él quedará impregnado del amor de Dios. A este respecto escribía Benedicto XVI en su encíclica Deus caritas est (n. 12): “La verdadera originalidad del Nuevo Testamento no consiste en nuevas ideas, sino en la figura misma de Cristo, que da carne y sangre a los conceptos: un realismo inaudito. […]Es allí, en la cruz, donde puede contemplarse esta verdad. Y a partir de allí se debe definir ahora qué es el amor. Y, desde esa mirada, el cristiano encuentra la orientación de su vivir y de su amar”, hasta poder decir: “Y ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Gál 2,20).

Claves con las que el peregrino ha de interpretar la sinfonía del camino

  1. Peregrinar a la luz de la fe (“… y caminamos a la luz de la fe y no de lo que vemos” [2Cor 5,7])

Creer es dejar que la palabra de Dios se convierta en el móvil de todos nuestros actos en la certeza de su verdad; es someter nuestro espíritu y nuestro corazón al espíritu y al corazón del Dios de la fidelidad y de la misericordia. El hombre acepta lo que Dios dice y conforma a ello su vida, porque cree en Dios. Según la Biblia, la fe designa la respuesta espontánea del hombre, posibilitada por Dios mismo, a su autorrevelación en la historia, y la disposición a dejarse guiar por su voluntad salvífica. Se manifiesta como confianza (Mt 11,24), como obediencia (Gén 12,4; Rom 4,11; 10,6; 2Cor 9,13) y como conocimiento de Dios Padre y del Hijo (Jn 17,3). Por la certeza de la fe, Abrahán abandonó su ciudad natal y peregrinó a una tierra desconocida. Anciano, casado con una mujer estéril, no duda en la certeza de que Dios no le engaña al acercarse a ella para que le dé un hijo (Gén 18,9-15). Más tarde, guiado por la misma certeza, toma a ese hijo, el primogénito de la raza innumerable, y se dispone a sacrificarlo, porque Dios se lo ha pedido: no discute, porque sabe que, al igual que en la promesa inicial, Dios no lo ha engañado, tampoco lo engañará en esa misteriosa exigencia. Del mismo modo María, desposada con José, dijo a la invitación de Dios, aceptó la desconcertante aventura de una maternidad en la que no intervendría varón, porque sabía que Dios no se burlaría de ella y que el Poderoso podría realizar cosas maravillosas (Lc 1,49), superiores a todo lo que el hombre pudiera imaginar. Y dado que ninguna cosa es imposible para Dios, María acepta: “Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 37-38). Así, en el  de Abrahán comienza toda la historia de Israel y en el de María se inaugura el misterio de Jesús. La participación del hombre en la salvación, tanto si se trata de Antigua como de la Nueva Alianza descansa por entero en la fe. Sin fe no hay Alianza posible y sin Alianza non hay salvación. Del mismo modo, nuestra colaboración en la salvación del mundo exige nuestra fe personal, arraigada en la fe de la Iglesia. Sin esa fe es radicalmente imposible mantenerse en pie en la experiencia de la vida peregrina cristiana. Toda nuestra existencia cristiana se vive  en la fe, en la seguridad de que Dios dice la verdad y por tanto, hay que tener confianza en él. Perder la fe es perder mucho más que una certeza intelectual; es perder el último apoyo de toda una experiencia, porque el justo vivirá por la fe (Gál 3,11). Ciertamente por la fe comparte el cristiano el ser y el destino de Jesús, recibe la justificación (Rom 3,21-31; Gál 3,15-18) y participa en la gloria del Dios revelado en Cristo, a condición de reconocer que solo Cristo es el camino, la verdad y la vida (Jn 14,6; 20,31).

  1. En el camino de la esperanza (“…En la esperanza de la gloria de Dios” (Rom 5,2)

Al carácter itinerante y peregrino de la existencia cristiana, a medio camino entre la promesa irreversible del don de la salvación y la salvación todavía por llegar de lo que somos ya ahora, le corresponde la esperanza como actitud existencial básica. “Hemos obtenido además por la fe el acceso a esta gracia, en la cual nos encontramos: y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios” (Rom 5,2), porque “el Dios de la esperanza” ha aceptado al hombre, porque Cristo es entre nosotros la esperanza de la gloria (Col 1,27) y porque podemos alimentar en el Espíritu la esperanza de la justicia (Gal 5,5).

La temática del futuro y, por tanto, de la esperanza se convirtió en el tema central de la reflexión teológica del siglo XX, en el que se descubrió lo propio y diferenciado de lo cristiano. No la eterna cantilena del eterno retorno, sino la categoría de lo nuevo; no la naturaleza cíclica que gira sobre sí misma, sino la historia orientada y abierta al futuro. El concilio Vaticano II abordó el tema y en su memorable discurso de apertura el papa san Juan XXIII decía: “El Concilio que comienza aparece en la Iglesia como un día prometedor de luz resplandeciente. Apenas si es la aurora; pero ya el primer anuncio del día que surge ¡con cuánta suavidad llena nuestro corazón![4]. El concilio calificó a la Iglesia como pueblo mesiánico, que peregrina en la historia y que en medio de esperanza y temor, de alegría y tristeza, camina a través del tiempo. Por aquel entonces Karl Rahner definió al cristianismo como la religión del futuro absoluto. Dar cuenta de la esperanza es desde entonces un tema central en las diferentes declaraciones eclesiales. Por lo tanto, Iglesia y futuro están esencialmente unidos. La reivindicación del futuro no sólo afecta a la Iglesia desde fuera, sino que brota de su núcleo más profundo, del mensaje de Jesús sobre el reino futuro de Dios, es decir, afecta a la Iglesia misma. Ésta únicamente puede prometer al mundo esperanza y futuro, si ella misma está abierta al futuro, si vive de la fuerza de la esperanza y constantemente afronta el reto de lo nuevo.

El futuro, del que habla la Biblia es el mismo Dios. No se trata de una extrapolación del presente al futuro, sino de anticipación, presencia y venida del futuro de Dios, es decir, de la venida-a-nosotros del mismo Dios. Por esto, Pablo llama a Dios “el Dios de la esperanza” (Rom 5,5). El futuro, del que habla la fe, no es un mérito del hombre, sino don de Dios. Si nosotros tuviésemos que merecer nuestro futuro, nos ocuparíamos en vano y sin esperanza. El futuro absoluto de Dios de ninguna forma oprime, violenta o sustituye al futuro histórico del hombre, sino que lo libera y lo potencia. El historiador y filósofo de la religión Mircea Eliade escribe que el cristianismo es la única religión, que puede aportar sentido y apoyo a un mundo devenido históricamente. Dios sólo puede ser el futuro absoluto del mundo, del hombre y de la historia, porque es también su principio absoluto, como “creador del cielo y de la tierra”. ¡Sin el alfa ningún omega! No se puede confrontar el Dios de la esperanza con el Dios creador. Ciertamente, la esperanza no es esperanza de este mundo, sino esperanza para este mundo. Tiene que participar en las orientaciones del mundo y en la responsabilidad del mundo. La esperanza cristiana, si es entendida y vivida correctamente, no es ninguna consolación en el más allá, sino que permanece fiel a la tierra. Esto nos evita el peligro gnóstico de la huida y del desprecio del mundo.

Se abre así un nuevo capítulo de la responsabilidad cristiana del mundo, cuyo máximo exponente actual es el papa Francisco, especialmente en su encíclica Laudato si’. En la esquizofrenia actual de la exaltación tecnocrática y de la negación de todo valor peculiar al ser humano, el Papa afirma con rotundidad: “No se puede prescindir de la humanidad. No habrá nueva relación con la naturaleza sin un nuevo ser humano. No hay ecología sin una adecuada antropología[5]. Hay que reconocer que la universalidad de la esperanza cristiana de futuro se expresa magníficamente en Rom 8,18ss. Pablo habla allí del esperar y gemir de la totalidad de creatura sometida a la caducidad y esclavitud. La creatura está esperando bajo dolores de parto la revelación de los hijos de Dios, el reino de la libertad. La fidelidad de Dios a su creación no es la coartada para la fidelidad y solidaridad humana y una barata consolación vana. La esperanza “no merma la importancia de las tareas temporales, sino que más bien proporciona nuevos motivos de apoyo para su ejercicio” (GS, 21,3).

Jesucristo es el definitivo futuro de Dios. Anuncia no sólo la cercanía del reino de Dios para los pobres, desheredados, oprimidos y humillados. En sus milagros anticipa el nuevo mundo salvado. En su resurrección el poder de la muerte se resquebraja definitivamente y se abre la nueva creación. Es por tanto la realización concreta del futuro cristiano, su figura “manifiesta” y su permanente medida. Es el fundamento real y la base para el conocimiento de la esperanza cristiana de futuro. Esta es la razón por la que en el cristianismo no se trata de un vago e indefinido futuro sino del futuro del que ha venido, del concreto y determinado futuro de Jesucristo, de su vuelta para juicio y consumación del mundo. Futuro cristiano es, por tanto, el futuro del crucificado y, por ende, futuro crucificado. Según las bienaventuranzas, este futuro se le ha prometido a los pobres, a los que lloran, a los fracasados, a los humillados y perseguidos. Esperanza cristiana es, en palabras de Pablo, esperanza contra toda esperanza (Rom. 4, 18). “La esperanza se relaciona prácticamente con la virtud de la paciencia, que no desfallece ni siquiera ante el fracaso aparente, y con la humildad, que reconoce el misterio de Dios y se fía de Él incluso en la oscuridad” (Deus caritas est, n. 39).

  1. Arraigados en el amor (“Pero el mayor es el amor” [1Cor 13,13])

La caridad es el amor al que la fe da vida. El amor es Dios mismo, que nos ama y con el que, amando, entramos en comunión del Dios Trinitario: El Dios del amor se revela en “la gracia de Jesucristo, el Señor, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo” (2Cor 13,13). No se puede negar que en esta reciprocidad amorosa se da una cierta ósmosis. El ser amado se hace misteriosamente presente en lo más profundo de nosotros mismos, con una presencia que sin cesar nos arranca de nuestro egoísmo y nos obliga a no centrar ya nuestras preocupaciones y nuestros intereses en torno a nuestro único yo. La lengua popular lo traduce perfectamente cuando llama al amigo un otro yo: pienso en el otro, me preocupo del otro, como pienso en mí y me preocupo de mí, llegando incluso a veces a olvidarme de mí mismo por él.

Jesús, que en la dimensión divina de su misterio es el Hijo amado que devuelve al Padre la totalidad de su amor divino, es también en su humanidad el que ama perfectamente al Padre. En él, el amor humano de Dios, preparado y esbozado en la pedagogía de la ley judía, alcanza su perfección. “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único” (Jn 3,16). Sin embargo, es también él quien desborda el amor de la humanidad al Padre, alcanzando finalmente su plenitud. En su humanidad tan semejante a la nuestra se lleva a cabo una especie de irradiación, una epifanía de lo que se realiza en la zona divina de su ser. Vivir para Dios, no ya solamente a ejemplo de Dios, sino en el amor de Jesús: he aquí el ideal del cristiano. “El misterio del hombre es en último análisis una invitación a caminar hacia el misterio del Dios de amor. Pero estas líneas tenues y vagas solamente pueden admitir claridad y fuerza cuando Dios sale de su ocultamiento, revelándose como el Dios de amor a la mente de quienes le creen y lo acogen. Los cristianos ven en Cristo la manifestación de Dios y al mismo tiempo la manifestación del misterio del hombre y de su posibilidad fundamental de éxito: comunidad plena entre los hombres en la comunión con Dios, un cielo nuevo y una tierra nueva, una libertad perfecta, una plenitud de vida”[6].

Al vivir en un perfecto amor del Padre, Jesús vive su misterio en un perfecto amor a todos los hombres. En primer lugar, ama a los hombres con quienes se encuentra en su ministerio, a ricos y pobres, a justos y pecadores, a judíos y gentiles, a los fariseos sinceros y a los publicanos. Los relatos evangélicos están llenos de episodios  que nos demuestran toda la delicadeza y la profundidad de este amor: el diálogo con la samaritana, la resurrección de su amigo Lázaro, la curación del hijo del centurión, el perdón concedido a la pecadora, etc. Pedro resume la vida pública en una frase breve, pero muy expresiva: “Pasó haciendo el bien” (Hech 10,38).

Al vivir para el Padre, Jesús vive para los hombres; su caridad al Padre florece en caridad fraterna: en su corazón de hombre acoge todo el contenido del corazón del Padre, pues de lo contrario no lo amaría de verdad. Por eso, el fruto de su pascua es esa Iglesia católica que canta Pablo, la Iglesia abierta a todos los hombres de buena voluntad: “Porque Cristo es nuestra paz. Él ha hecho de los dos pueblos uno solo, destruyendo el muro de enemistad que los separaba” (Ef 2,14-16). “Y os habéis revestido dela nueva condición que, mediante el conocimiento, se va renovando a imagen de su Creador, donde no hay griego y judío, circunciso o incircunciso, bárbaro, escita, esclavo y libre, sino Cristo que lo es todo, y en todos” (Col 3,10-11).

Cristo ha cumplido verdaderamente los designios del Padre, haciendo irradiar por el mundo el amor universal y sin límites de Dios. La Iglesia es como la cristalización, la proyección en el universo creado, del contenido del amor de Dios, eso que llama Pablo el misterio: en ella todos los hombres reciben en plenitud los dones de la amistad del Padre, pero esto gracias a la mediación fraternal de Jesucristo. La Iglesia es, por tanto, a la vez, plenitud del amor de Dios y del amor fraterno. Nuestra caridad fraterna se convierte de este modo en el signo de nuestra caridad con Dios. Juan lo expresará con una fórmula enérgica: “Si alguno dice: Yo amo a Dios, y odia a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve. Y nosotros hemos recibido de él este mandato: que el que ama a Dios, ame también a su hermano” (1Jn 4,20-21). En palabras de Benedicto XVI, “el desarrollo humano integral en el plano natural, al ser respuesta a una vocación de Dios creador, requiere su autentificación en un humanismo transcendental, que da [al hombre] su mayor plenitud; ésta es la finalidad suprema del desarrollo personal. Por tanto, la vocación cristiana a dicho desarrollo abarca tanto el plano natural como el sobrenatural; éste es el motivo por el que, «cuando Dios queda eclipsado, nuestra capacidad de reconocer el orden natural, la finalidad y el ‘bien’, empieza a disiparse[7].

Conclusión

Una verdadera transformación de las mentalidades y actitudes de la Iglesia en la pureza doctrinal deja paso a un seguimiento de Jesús. El hombre, ser-en-el-tiempo, ha de ir haciéndose sucesivamente. Al ser humano le corresponde la condición de peregrino: es homo viator[8]. Gracias a la respuesta de Jesús a Tomás, el cristiano peregrino conoce el camino: “Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre si no es por mí” (Jn 14,3-6). Cristo se ha convertido en nuestro camino, porque se ha hecho hombre, semejante a nosotros, porque Él mismo ha recorrido nuestro camino. Cristo y el camino no pueden separarse. El propio Jesús es el peregrino, que recorre el camino a nuestro lado, nos guía, ilumina nuestro camino, porque Él es la verdad y nos deja su vida, que mediante la Resurrección es eterna e imperecedera. El camino no es ningún tipo de dictamen para conducir nuestra vida, sino una persona. “Creer en el Dios que se nos revela, esperar en el Dios que se nos promete y amar al Dios que nos ama, es el fundamento de esa relación dialogal del hombre con Dios en Cristo, que el Espíritu interioriza en la vida de cada creyente y que se desarrolla como un proceso dinámico en el marco de esa comunidad de fe, esperanza y caridad que llamamos Iglesia. En esto consiste la existencia cristiana. Así se expresa, realiza, crece y se renueva[9].

Concluyo con estas palabras de Benedicto XVI: “El amor es una luz —en el fondo la única— que ilumina constantemente a un mundo oscuro y nos da la fuerza para vivir y actuar. El amor es posible, y nosotros podemos ponerlo en práctica porque hemos sido creados a imagen de Dios. Vivir el amor y, así, llevar la luz de Dios al mundo…[10]. Con esta propuesta quisiera acoger a los peregrinos en el Año Santo Compostelano 2021.

+ Julián Barrio Barrio
Arzobispo de Santiago de Compostela

 

[1] Como escribía S. Basilio, la fe “no surge en virtud de ilaciones geométricas necesarias, sino por obra del Espíritu Santo”: Homilías sobre los Salmos, 115,1: PG 30,104. El Concilio Vaticano II enseña: “Para dar esta respuesta de la fe es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda, junto con el auxilio del Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige hacia Dios, abre los ojos del espíritu y concede a todos gusto en aceptar y creer la verdad”: Dei verbum, 5.

[2] Cf. Julián Barrio Barrio, “Carta pastoral en el Año de la Fe 2012-2013. «Bienaventurados los que crean sin haber visto» (Jn 20,29)”, «In verbo tuo, Domine». Escritos jacobeos y pastorales II, Santiago de Compostela, Instituto Teológico Compostelano, 2018 (Collectanea Scientifica Compostellana, 39), págs. 153s.

[3]    Nurya Martínez-Gayol, “La existencia cristiana en la fe, esperanza y amor”, Angel Cordovilla Pérez, José Manuel Sánchez Caro, Santiago del Cura Elena (dir.), Dios y el hombre en Cristo. Homenaje a Olegario González de Cardedal, Salamanca, Sígueme, 2006, págs. 559-583. Aquí pág. 583.

[4]    Solemne apertura del Concilio Vaticano II. Discurso de Su Santidad Juan XXIII (Jueves, 11 de octubre de 1962.)

[5] FRANCISCO, Laudato Sí, 118.

[6]    J. Gevaert, El problema del hombre. Introducción a la antropología filosófica, Salamanca 2001, (Lux mundi, 48), pág. 353 s.

[7] BENEDICTO XVI, Caritas in veritate, 18.

[8]    Cf. J. L. Ruiz de la Peña, Creación, gracia, salvación, Santander 21993 (Colección “Alcance”, 46), pág. 70.

[9]    N. Martínez-Gayol, “La existencia cristiana en la fe, esperanza y amor”, ob.cit., pág. 583.

[10] BENEDICTO XVI, Deus caritas est, 39.