Homilía de D. Julián en la la Eucaristía en que fueron instituidos lectores y acólitos cinco seminaristas diocesanos

En el itinerario de la Cuaresma hemos percibido que “la fe nos abre el camino y acompaña nuestros pasos a lo largo de la historia”. Así se refleja en la lectura del Génesis proclamada. La alianza de Dios con Abrahán mantuvo viva la fe de Israel porque el Señor se acuerda eternamente de su pueblo y aunque este pase por cañadas oscuras, como fue el momento difícil del destierro en Babilonia, nada debía temer porque el Señor era su cayado. También nosotros en medio del letargo espiritual que padecemos con frecuencia, hemos de testimoniar que la experiencia de la fe cristiana hace la vida más humana y más digna de ser vivida, alegrándonos de ser cristianos y no conformándonos con un catolicismo meramente formal, vivido con mediocridad. Jesús nos dice: “Quien guarda mis palabras no sabrá lo que es morir”. Esta afirmación provoca la reacción airada de los judíos que interpretan la historia de Dios con los hombres en claves de muerte y de tiempo, mientras que las de Cristo son claves de vida y de eternidad: “Antes de que naciera Abrahán existo yo”. El Señor se definió a sí mismo como la Vida. Por eso dice que quien guarda mis palabras no sabrá lo que es morir para siempre. Quien cree en mí vivirá para siempre. Su filiación divina es el fundamento que hace de su Pasión y Muerte en la Cruz “un misterio de sabiduría, de justicia, de santificación y de redención entre Dios y los hombres” (1Cor 1,30). ¡No banalicemos el misterio! La clave de la eternidad nos ayuda a interpretar la temporalidad de nuestra existencia.

Queridos candidatos al lectorado, Carlos y Javier, asumís hoy el compromiso de anunciar la Alegría del Evangelio que llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por él son librados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento”. “Mira que he puesto mis palabras en tu boca” (Jr 1,9). El conocimiento de Jesucristo es la fuente de la que dimana la comprensión de toda la sagrada Escritura. “La Iglesia no vive de sí misma sino del Evangelio, y en el Evangelio se encuentra siempre de nuevo orientación para el camino… Sólo quien se pone primero a la escucha de la Palabra, puede convertirse después en su heraldo” (VD 51). La Palabra de Dios hay que comprenderla y expresarla con sencillez y gratuidad. Se trata de ver las cosas como Dios las ve, para sentir como El siente y vivir en comunión con Él, pudiendo decir con el salmista: “Tu luz, Señor, nos hace ver la luz”. La Palabra de Dios es corazón de toda actividad eclesial. “Escuchada y celebrada, sobre todo en la Eucaristía, alimenta y refuerza interiormente a los cristianos y los vuelve capaces de un auténtico testimonio evangélico en la vida cotidiana”.

Queridos candidatos al acolitado, Eduardo, Rubén y Santiago, sois llamados a servir al altar, convirtiéndoos en hombres de la Eucaristía, signo de la presencia real de Cristo, de esta presencia que la Iglesia ha ido descubriendo en toda su hondura a través de los siglos y a la que profesa una profunda  devoción. Es el sacramento de nuestra fe. ¡Sed hombres de lo sagrado y manifestadlo siempre con vuestra actitud contemplativa y adoradora! Nos cuesta aceptar el camino de la totalidad en la entrega, pues no acabamos de aprender que cuanto más sabemos de nuestra pequeñez, cuanto mayor es el reconocimiento de nuestra limitación, estamos más capacitados para recibir el poder de Dios.

Jesús que “se despojó de si mismo, tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres excepto en el pecado, se humilló a si mismo, obediente hasta la muerte y una muerte de cruz” (Fil 2,7-8). Tratemos de conocerle profundamente, amarle sinceramente, seguirle vitalmente e imitarle realmente para que sea la razón misma de nuestra existencia. ¡No os dejéis llevar por la mundanidad!

Mi felicitación cordial a vosotros, a vuestra familia, a vuestros formadores y profesores, a quienes os han acompañado en el proceso de vuestra formación vocacional. Os encomiendo al apóstol Santiago, al patriarca San José y a la Virgen María. Amén.