Homilía de mons. Barrio en la fiesta de la Virgen de Fátima 2019

“Dad gracias al Señor porque es eterna su misericordia”. Esta tarde con la bienaventurada Virgen de Fátima, venimos a poner nuestra vida con total confianza ante su Hijo, orando con nuestros miedos, dudas, des y perplejidades. Con este humilde gesto reconocemos la generosidad de Dios Padre por sus bendiciones y por su providencia amorosa. La devoción a la Virgen nos pide actuar con sinceridad y verdad, que han de manifestarse en nuestros pensamientos limpios, en nuestros afectos ordenados, en nuestras palabras sinceras, en nuestras decisiones honestas.

Día a día percibimos nuestra fragilidad y dificultad a la hora de construir una sociedad    conforme al querer de Dios. En Cristo resucitado encontramos la luz y el vigor para superar el pecado que hiere la dignidad humana. La fe nos indica que la vida no es un sinsentido, ni un absurdo. Tenemos razones para vivir y amar, sufrir y esperar, contagiar entusiasmo y testimoniar que, liberados por Cristo, vale la pena trabajar por un mundo mejor. El Señor siempre está dispuesto a mostrarnos sus huellas como al apóstol Tomás.

Recordamos el canto del Magnificat, clave  para interpretar el sentido de nuestra vida mientras peregrinamos hacia la ciudadanía de los santos.  “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador porque ha mirado la pequeñez de su esclava”. Dios es misericordioso y clemente, rico en amor y fidelidad, mantiene su amor por mil generaciones, y perdona nuestra nuestro pecado (cf. Ex 34, 6s). Con esta confianza pedimos que nos reciba por herencia tuya (Ex 34,9).

El mensaje de la Virgen en Fátima encuentra toda su actualidad llamándonos a la conversión para acoger la misericordia de Dios y vivirla con los demás a través de la caridad. De la fe hemos de pasar al amor, de la credulidad a las obras. A veces olvidamos el amor de Dios y esto dificulta el ofrecerle incluso nuestros pecados para que nos los perdone. El nos quiere hijos suyos irreprochables de forma que nos presentemos ante él sin mancha. A un corazón duro que decide abrirse con docilidad, Dios da siempre su gracia. “Cuando el Señor nos envía una humillación o permite que lleguen las humillaciones es para que el corazón se abra, sea dócil, se convierta al Señor Jesús”. Sostiene nuestra esperanza saber que el Señor es capaz de cambiar los corazones.

Junto a la cruz estaba Juan, el discípulo más joven, acompañando a Jesús. Todos nosotros estamos llamados a ser esos Juanes fieles que no dejan al amigo aunque aparentemente no tenga nada que ofrecerles. Acompaña a María, la Madre, que compartía el dolor de su Hijo, haciéndose prójimo para el mismo Dios y para tantas personas que están clavadas en las cruces del sufrimiento, de la incomprensión, de la marginación. Sus lágrimas son las de los heridos por los efectos del mal, de los pobres que inciertos deambulan por nuestras calles; de los encarcelados; de los enfermos; de las familias rotas; de los que se dejan llevar por las supersticiones; de los ancianos olvidados; de los que no tienen fe y están turbados por la miseria del pecado. Con María nunca seremos huérfanos ni olvidados.

El amor y la obediencia incondicional a la voluntad de Dios Padre unen a la Madre y al Hijo. En esa hora trascendente de nuestra salvación, María acoge como hijo a Juan y en él a nosotros, recordándonos: “Haced lo que El os diga”. Escuchó las palabras dirigidas al Buen ladrón: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”. El evangelio de la misericordia divina nos trasforma y transforma nuestro mundo. Tantas personas la están esperando y necesitando a nuestro alrededor. “Así por medio de un rayo de la misericordia, nuestro mundo, a menudo oscuro y frío, puede tornarse algo más cálido, algo más luminoso, algo más digno de ser vivido y amado” (W. Kasper). Como un torrente que desborda, la misericordia de Dios se derrama sobre nuestras pobrezas, haciéndonos pasar de la mayor ignominia a la santidad como aconteció en el Buen Ladrón. Hagamos penitencia y recemos, fieles al mensaje de la Virgen en Fátima. A veces damos la impresión de que somos personas religiosas sin religión. No es fácil hablar al mundo de Dios pero siempre es posible hablar a Dios del mundo. Confiemos en María y confiémonos a María. Con esta confianza pido por todos vosotros y vuestras intenciones, poniendo vuestra ofrenda en altar con su intercesión. ¡Vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos y muéstranos a Jesús fruto bendito de tu vientre!