Homilía de mons. Julián Barrio en la Misa Crismal

“Me acercaré al altar de Dios, al Dios de mi alegría” (Ps 43,4). En la Misa Crismal recordamos que la unción con el óleo simboliza la efusión del Espíritu Santo que nos hace sentir renacidos. La alegría no se puede separar de la presencia y de la acción del Espíritu Santo (Gal 5,22), sabiendo que Cristo es la alegre noticia, “el punto en el que convergen los deseos de la historia y de la civilización, centro del género humano, gozo de todos los corazones y plenitud de sus aspiraciones” (GS 45).

Los sacerdotes dispensadores del óleo bendecido y del crisma consagrado deben ser por vocación anunciadores de la alegría pascual que surge del amor de Dios, penetra en nuestra vida y la santifica, entra en la historia de la humanidad y la eleva hacia la trascendencia. Esta alegría coexiste con la tribulación. Así San Pablo escribe: “Puedo hablaros con toda franqueza, estoy orgulloso de vosotros, estoy lleno de consuelo, desbordo de gozo en todas nuestras tribulaciones” (2Cor 7,4). El ministerio sacerdotal es una misión donde convergen trabajos y alegrías, dando a Cristo la mayor prueba de amor. La alegría pascual como la salud del convaleciente necesita constantes atenciones y delicada protección. Muchas personas están sedientas de ella. Pienso en tantos corazones destrozados por injusticias y marginaciones sociales, por enfermedades incurables y desventuras de la suerte, por traiciones y abandonos. Estas personas buscan por distintos caminos la alegría pascual de la que nosotros somos anunciadores y dispensadores. Podemos tener la impresión de que hoy se prescinde de los sacerdotes. Mientras el hombre necesite de consuelo y de liberación, de verdad y de justicia, de paz para vivir y de esperanza para morir, la sociedad no podrá ignorar a los sacerdotes que son fieles y felices en el ministerio, luz en las comunidades parroquiales y testigos de Cristo en medio de las luchas por fuera y temores por dentro (cf. 2Cor 7,7), con la confianza de unos y la sospecha de otros, buscando la santidad y sintiéndose heridos por el pecado. Cristo derrama la alegría sobre nosotros enseñándonos que Dios nos ama y que su bondad es más poderosa que todos los poderes. “En adelante, ya no os llamaré siervos, porque el siervo no conoce lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer” (Jn 15,15). Jesús llama amigos a sus discípulos porque les confía el misterio más íntimo de su vida: su amor al Padre en el Espíritu Santo. Llegan a ser amigos porque participan de ese misterio, no sólo con el conocimiento sino con la experiencia. Estamos en la historia pero al mismo tiempo hemos de transcenderla con los ojos de la fe.

Queridos sacerdotes, como di san Paulo: “Eu fío en que o que encetou en vós un traballo bo, halle ir dando cabo de aquí ao día de Cristo Xesús. E é xusto que eu pense así. Porque vos levo no corazón; a vós, que participades todos na graza da miña misión” (Fil 1,6-7). En verdade levamos o noso ministerio sacerdotal en vasos de barro. A conciencia desta debilidade percibímola nas nosas pobres respostas e ábrenos á intimidade de Deus que nos dá a súa forza. Alegres e esperanzados perseveremos na amizade de Deus. Non nos desalentemos, pois como escribía Santa Tareixa do Neno Xesús, “o desalento é tamén unha forma de orgullo”, sigamos rezando e animando a rezar para que numerosos mozos acepten responder á chamada ao ministerio sacerdotal. Pensemos nas misas que estamos a celebrar, facendo cada vez realmente presente a Cristo sobre o altar. “Se se tivese fe, dicía o santo Cura de Ars, veríase a Deus escondido no sacerdote como unha luz detrás do cristal, como un viño mesturado con auga”. Harmonicemos a nosa convivencia presbiteral co fin de formar a comunidade sacerdotal para anunciar as proezas do que nos chamou das tebras á súa luz marabillosa (1Pt 2,9). Somos servidores do proxecto de Deus: “Como o Pai me mandou a min, tamén eu vos mando a vós” (Xn 20,21). “Esta presenza de Cristo no ministro non debe ser entendida coma se este estivese exento de todas as fraquezas humanas, do afán de poder, de erros, é dicir, do pecado. Non todos os actos do ministro son garantidos da mesma maneira pola forza do Espírito Santo. Mentres que nos sacramentos esta garantía é dada de modo que nin sequera o pecado do ministro pode impedir o froito da graza, existen moitos outros actos en que a condición humana do ministro deixa pegadas que non son sempre o signo da fidelidade ao Evanxeo e que poden danar por conseguinte á fecundidade apostólica da Igrexa” ( CIgC 1550). Pido ao Señor que, coa intercesión da Virxe María, Raíña dos apóstolos, e o patrocinio do Apóstolo Santiago, cada día vaiamos configurándonos con Cristo que foi enviado “a proclamarlle a Boa Nova aos pobres, a anunciarlle a liberación aos secuestrados e a vista aos cegos, para lles dar liberdade aos asoballados, e proclamar o ano de graza do Señor” (Lc 4,18-19). Con esta confianza renovamos as promesas sacerdotais, peregrinando no camiño da santidade. A vós, benqueridos membros de vida consagrada e leigos pedímosvos que encomendedes ás nosas inquedanzas persoais e pastorais. Amén.

 

Foto: @CatedralStgo