Intervención de mons. Barrio en Cope: 14 de junio de 2019

 

La Fundación Foessa, nacida de una iniciativa de Cáritas, acaba de hacer público su último informe. Y la sensación tras una lectura apresurada de los datos es agridulce, reflejando un “momento de incertidumbre”, como dijo el coordinador del estudio. La economía ha mejorado las cifras del año del inicio de la crisis, aunque no llega a los niveles de 2007, pero por el camino ha ido creando un ambiente de “sociedad estancada” en el que la exclusión se enquista: el número de personas en exclusión social en España es de 8,5 millones, el 18,4% de la población, lo que supone 1,2 millones más que en 2007 (antes de la crisis). Dentro de ese grupo hay 4,1 millones de personas en situación de exclusión social severa. Y de ellos, 1,8 millones de personas (600.000 en 2007), “acumulan tal cantidad de dificultades y de tal gravedad que exigirían de una intervención urgente… para garantizarles su acceso a una vida mínimamente digna”, tal y como dice el informe.

Es este un motivo serio para repensar nuestro compromiso cristiano en favor de una auténtica comunidad de bienes. La Doctrina Social de la Iglesia no puede ser solo un conjunto de principios, sino una práctica diaria de solidaridad y de caridad entre personas. Es ciertamente magnífico que “el 48,4% de la población” lleve una vida digna en términos materiales” y que se haya “recuperado a los mismos niveles de antes de la Gran Recesión”, pero se ha consolidado una brecha entre ese grupo, mayoritario, visto como sociedad de las oportunidades, y un segundo grupo, que conforma la “sociedad insegura” y en la que estarían unos 6 millones de personas, que viven “en el filo de la navaja”. Y ello es, efectivamente, muy preocupante.

Problemas para acceder a la vivienda, precariedad laboral, desempleo, críticas situaciones sanitarias de los mayores dependientes, medicamentos inaccesibles por falta de dinero, familias numerosas al borde de la exclusión… Este es el mapa de una sociedad que muestra, como dicen los autores del estudio, una especie de “fatiga de la solidaridad”. Hemos de reaccionar ante ese riesgo de que el excluido sea además invisible y molesto. Tenemos que volver a ser, como cristianos y como Iglesia, casa de acogida, terreno sagrado en el que acompañar a la persona que sufre, dignificando su vida y su historia personal.