Intervención de Mons. Barrio en Cope: 4 de mayo de 2018

 

En estos días, al tiempo que van finalizando sus estudios los jóvenes que se disponen a hacer la “nueva selectividad”, van acabando las competiciones deportivas que tanta atención concitan en nuestra sociedad. Termina la Liga de Fútbol y, por citar un acontecimiento de interés global, como el basket norteamericano, también en esta época se desarrollan los enfrentamientos finales de los equipos de la NBA. Por si no fuera poco, quedan las finales europeas de fútbol y el Mundial de Rusia.

Si nos paramos a reflexionar un momento sobre estas realidades, adivinamos que tanto la preparación de las pruebas de acceso a la Universidad como el trabajo de los deportistas son una especie de “carrera de fondo” en la que la voluntad y el deseo de alcanzar una meta ponen a prueba el tesón personal. Se entrena para llegar a la meta.

San Pablo, que quizá tuvo ocasión de ver alguna competición atlética en sus numerosos viajes, nos ha ofrecido en sus cartas algunas frases relacionadas con el deporte, como metáfora del camino que tiene que recorrer nuestra fe. En uno de esos párrafos, San Pablo escribe: “¿No sabéis que en el estadio todos los corredores cubren la carrera, aunque solo uno se lleva el premio. Pues corred así: para ganar. Pero un atleta se impone toda clase de privaciones; ellos para ganar una corona que se marchita; nosotros, en cambio, una que no se marchita”.

Nuestros jóvenes se han estado entrenando a lo largo del curso  para ingresar en los estudios universitarios. Se han privado de ciertas cosas por el bien mayor de aprobar. Igual los deportistas: prepararon sus cuerpos para llegar a la final o a la meta.

¿Estamos nosotros, los cristianos, convencidos de que la “carrera de fondo” de nuestra salvación exige entrenamiento, tensión en el “músculo”  espiritual y fortaleza mental para superar las pruebas? A veces somos capaces de los mayores esfuerzos para preparar los cuerpos para el deporte y no valoramos debidamente los “complejos vitamínicos” que se nos dan a través de los sacramentos para fortalecer el alma. Nuestra “corona que no se marchita” vale más que cualquier medalla o trofeo. Nosotros recorremos el camino de la peregrinación hacia Dios, que nos espera con la corona de la felicidad del cielo.