Homilía de monseñor Barrio en el Jubileo de los Enfermos

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Muy queridos enfermos y enfermas, que habéis llegado a celebrar el Año Jubilar de la Misericordia. Bienvenidos a la Casa del Señor Santiago que con vuestra presencia la convertís en un ámbito de gozosa esperanza. Os acojo y saludo con todo afecto, compartiendo vuestras angustias y preocupaciones. Mi gratitud a la Delegada Episcopal de Pastoral de la Salud y a sus colaboradores.

Las lecturas que acabamos de escuchar nos invitan a centrar nuestra vida en la fe que debemos profesar de palabra y de obra. Fe que será probada por la tentación del tener, del poder y de la vanagloria como hemos visto en las tentaciones de Jesús. En los días de desierto de nuestra vida la profesión de fe es recordar la historia de nuestra salvación por la que damos gracias. Esa fe en Dios fiel y misericordioso se alimenta en la oración y se manifiesta a través de la caridad: en nuestra casa y familia, en el trabajo y amistades, en la calle y en la Iglesia. Cristo nos enseña a vencer las tentaciones con la oración, el ayuno y la humildad.

La gracia jubilar de la misericordia es experiencia de la visita que Dios nos hace a través de su Hijo. El realizó la misión que el Padre le había encomendado anunciando el Evangelio y curando a los enfermos de sus dolencias físicas y espirituales. El es la Puerta de la misericordia para recibir el consuelo de Dios. Vosotros habéis cruzado el umbral de esta Puerta, trayendo la ofrenda de vuestro dolor como manifestación de vuestra fe y sabiendo que “el sufrimiento humano ha alcanzado su culmen en la pasión de Cristo”[1].

La enfermedad y el sufrimiento nos hacen tomar conciencia de nuestra impotencia, de nuestros límites y de nuestra finitud. El dolor es un misterio al que hay que acercarnos con respeto y pudor, con delicadeza y realismo, reconociendo que la conciencia de nuestras limitaciones nos hace más humanos y humildes. La cuestión no es tanto preguntar porqué sufrimos, cuanto descubrir el sentido del dolor porque “la manera de sufrir es el más grande testimonio que un alma da de si misma”. El sufrimiento para el hombre es como el surco para tierra: en él podemos sembrar siempre el amor a Dios, pudiendo decir: “Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, a favor de su Cuerpo que es la Iglesia” (Col 1,24). El enfermo tiene como garantía a Jesucristo que sufre con él. Dentro de unos momentos algunos recibiréis el sacramento de la Unción de los Enfermos, en el que el Señor viene con su gracia en medio de la fragilidad humana.

Queridos enfermos y enfermas, este atardecer rezamos con vosotros y por vosotros al Señor sufriente y glorificado para que os alivie y os bendiga. Os queremos y os tenemos muy presentes en el peregrinar silencioso de nuestra existencia. También en vuestro nombre agradezco a todos los agentes de Pastoral de la Salud, médicos, enfermeros, enfermeras, capellanes de los hospitales, párrocos y demás sacerdotes comprometidos en este quehacer pastoral, a las Órdenes y Congregaciones religiosas, a los voluntarios y a cuantos se ponen siempre al servicio de la vida y ofrecen coherentemente su testimonio cristiano ante los sufrimientos, el dolor y la muerte. Como buenos samaritanos a ninguno está permitido pasar de largo ante el dolor. Con la intercesión del Apóstol Santiago y de nuestra Madre, la Virgen María, salud de los enfermos, pido al Señor para que el amor de Dios sea fuente de vuestra alegría, haciendo mía la oración del salmista: “Señor, escucha mi oración, que mi grito llegue hasta ti; no me escondas tu rostro el día de la desgracia. Inclina tu oído hacia mi; cuando te invoco escúchame enseguida” (Ps 101). Amén.

[1] JUAN PABLO II, Salvifici doloris, nº 18.

 

Foto: Miguel Castaño

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