Carta Samaritanus Bonus sobre el cuidado de las personas en las fases críticas y terminales de la vida

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Introducción

El Buen Samaritano que deja su camino para socorrer al hombre enfermo (cfr. Lc 10, 30-37) es la imagen de Jesucristo que encuentra al hombre necesitado de salvación y cuida de sus heridas y su dolor con «el aceite del consuelo y el vino de la esperanza».[1] Él es el médico de las almas y de los cuerpos y «el testigo fiel» (Ap 3, 14) de la presencia salvífica de Dios en el mundo. Pero, ¿cómo concretar hoy este mensaje? ¿Cómo traducirlo en una capacidad de acompañamiento de la persona enferma en las fases terminales de la vida de manera que se le ayude respetando y promoviendo siempre su inalienable dignidad humana, su llamada a la santidad y, por tanto, el valor supremo de su misma existencia?

El extraordinario y progresivo desarrollo de las tecnologías biomédicas ha acrecentado de manera exponencial las capacidades clínicas de la medicina en el diagnóstico, en la terapia y en el cuidado de los pacientes. La Iglesia mira con esperanza la investigación científica y tecnológica, y ve en ellas una oportunidad favorable de servicio al bien integral de la vida y de la dignidad de todo ser humano.[2] Sin embargo, estos progresos de la tecnología médica, si bien preciosos, no son determinantes por sí mismos para calificar el sentido propio y el valor de la vida humana. De hecho, todo progreso en las destrezas de los agentes sanitarios reclama una creciente y sabia capacidad de discernimiento moral[3] para evitar el uso desproporcionado y deshumanizante de las tecnologías, sobre todo en las fases críticas y terminales de la vida humana.

Por otro lado, la gestión organizativa y la elevada articulación y complejidad de los sistemas sanitarios contemporáneos pueden reducir la relación de confianza entre el médico y el paciente a una relación meramente técnica y contractual, un riesgo que afecta, sobre todo, a los países donde se están aprobando leyes que legitiman formas de suicidio asistido y de eutanasia voluntaria de los enfermos más vulnerables. Estas niegan los límites éticos y jurídicos de la autodeterminación del sujeto enfermo, oscureciendo de manera preocupante el valor de la vida humana en la enfermedad, el sentido del sufrimiento y el significado del tiempo que precede a la muerte. El dolor y la muerte, de hecho, no pueden ser los criterios últimos que midan la dignidad humana, que es propia de cada persona, por el solo hecho de ser un “ser humano”.

Ante tales desafíos, capaces de poner en juego nuestro modo de pensar la medicina, el significado del cuidado de la persona enferma y la responsabilidad social frente a los más vulnerables, el presente documento intenta iluminar a los pastores y a los fieles en sus preocupaciones y en sus dudas acerca de la atención médica, espiritual y pastoral debida a los enfermos en las fases críticas y terminales de la vida. Todos son llamados a dar testimonio junto al enfermo y transformarse en “comunidad sanadora” para que el deseo de Jesús, que todos sean una sola carne, a partir de los más débiles y vulnerables, se lleve a cabo de manera concreta.[4] Se percibe en todas partes, de hecho, la necesidad de una aclaración moral y de una orientación práctica sobre cómo asistir a estas personas, ya que «es necesaria una unidad de doctrina y praxis»[5] respecto a un tema tan delicado, que afecta a los enfermos más débiles en las etapas más delicadas y decisivas de la vida de una persona.

Diversas Conferencias Episcopales en el mundo han publicado documentos y cartas pastorales, con las que han buscado dar una respuesta a los desafíos planteados por el suicidio asistido y la eutanasia voluntaria – legitimadas por algunas legislaciones nacionales – con una específica referencia a cuantos trabajan o se recuperan dentro de los hospitales, también en los hospitales católicos. Pero la atención espiritual y las dudas emergentes, en determinadas circunstancias y contextos particulares, acerca de la celebración de los Sacramentos por aquellos que intentan poner fin a la propia vida, reclaman hoy una intervención más clara y puntual de parte de la Iglesia, con el fin de:

– reafirmar el mensaje del Evangelio y sus expresiones como fundamentos doctrinales propuestos por el Magisterio, invocando la misión de cuantos están en contacto con los enfermos en las fases críticas y terminales (los familiares o los tutores legales, los capellanes de hospital, los ministros extraordinarios de la Eucaristía y los agentes de pastoral, los voluntarios de los hospitales y el personal sanitario), además de los mismos enfermos;

– proporcionar pautas pastorales precisas y concretas, de tal manera que a nivel local se puedan afrontar y gestionar estas situaciones complejas para favorecer el encuentro personal del paciente con el Amor misericordioso de Dios.

I. Hacerse cargo del prójimo

Es difícil reconocer el profundo valor de la vida humana cuando, a pesar de todo esfuerzo asistencial, esta continúa mostrándosenos en su debilidad y fragilidad. El sufrimiento, lejos de ser eliminado del horizonte existencial de la persona, continúa generando una inagotable pregunta por el sentido de la vida.[6] La solución a esta dramática cuestión no podrá jamás ofrecerse solo a la luz del pensamiento humano, porque en el sufrimiento está contenida la grandeza de un misterio específico que solo la Revelación de Dios nos puede desvelar.[7] Especialmente, a cada agente sanitario le ha sido confiada la misión de una fiel custodia de la vida humana hasta su cumplimiento natural,[8] a través de un proceso de asistencia que sea capaz de re-generar en cada paciente el sentido profundo de su existencia, cuando viene marcada por el sufrimiento y la enfermedad. Es por esto necesario partir de una atenta consideración del propio significado del cuidado, para comprender el significado de la misión específica confiada por Dios a cada persona, agente sanitario y de pastoral, así como al mismo enfermo y a su familia.

La experiencia del cuidado médico parte de aquella condición humana, marcada por la finitud y el límite, que es la vulnerabilidad. En relación a la persona, esta se inscribe en la fragilidad de nuestro ser juntos “cuerpo”, material y temporalmente finito, y “alma”, deseo de infinito y destinada a la eternidad. Nuestro ser criaturas “finitas”, y también destinadas a la eternidad, revela tanto nuestra dependencia de los bienes materiales y de la ayuda reciproca de los hombres, como nuestra relación originaria y profunda con Dios. Esta vulnerabilidad da fundamento a la ética del cuidado, de manera particular en el ámbito de la medicina, entendida como solicitud, premura, coparticipación y responsabilidad hacia las mujeres y hombres que se nos han confiado porque están necesitados de atención física y espiritual.

De manera específica, la relación de cuidado revela un principio de justicia, en su doble dimensión de promoción de la vida humana (suum cuique tribuere) y de no hacer daño a la persona (alterum non laedere): es el mismo principio que Jesús transforma en la regla de oro positiva «todo lo que deseáis que los demás hagan con vosotros, hacedlo vosotros con ellos» (Mt 7, 12). Es la regla que, en la ética médica tradicional, encuentra un eco en el aforismo primum non nocere.

El cuidado de la vida es, por tanto, la primera responsabilidad que el médico experimenta en el encuentro con el enfermo. Esta no puede reducirse a la capacidad de curar al enfermo, siendo su horizonte antropológico y moral más amplio: también cuando la curación es imposible o improbable, el acompañamiento médico y de enfermería (el cuidado de las funciones esenciales del cuerpo), psicológico y espiritual, es un deber ineludible, porque lo contrario constituiría un abandono inhumano del enfermo. La medicina, de hecho, que se sirve de muchas ciencias, posee también una importante dimensión de “arte terapéutica” que implica una relación estrecha entre el paciente, los agentes sanitarios, familiares y miembros de las varias comunidades de pertenencia del enfermo: arte terapéutica, actos clínicos y cuidado están inseparablemente unidos en la práctica médica, sobre todo en las fases críticas y terminales de la vida.

El Buen Samaritano, de hecho, «no sólo se acerca, sino que se hace cargo del hombre medio muerto que encuentra al borde del camino»[9]. Invierte en él no solo el dinero que tiene, sino también aquel que no tiene y que espera ganar en Jericó, prometiendo que pagará a su regreso. Así Cristo nos invita a fiarnos de su gracia invisible y nos empuja a la generosidad basada en la caridad sobrenatural, identificándose con cada enfermo: «Cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25, 40). La afirmación de Jesús es una verdad moral de alcance universal: «se trata de “hacerse cargo” de toda la vida y de la vida de todos»,[10] para revelar el Amor originario e incondicionado de Dios, fuente del sentido de toda vida.

Por este motivo, sobre todo en las estructuras hospitalarias y asistenciales inspiradas en los valores cristianos, es más necesario que nunca hacer un esfuerzo, también espiritual, para dejar espacio a una relación construida a partir del reconocimiento de la fragilidad y la vulnerabilidad de la persona enferma. De hecho, la debilidad nos recuerda nuestra dependencia de Dios, y nos invita a responder desde el respeto debido al prójimo. De aquí nace la responsabilidad moral ligada a la conciencia de todo sujeto que se hace cargo del enfermo (médico, enfermero, familiar, voluntario, pastor) de encontrarse frente a un bien fundamental e inalienable – la persona humana – que impone no poder saltarse el límite en el que se da el respeto de sí y del otro, es decir la acogida, la tutela y la promoción de la vida humana hasta la llegada natural de la muerte. Se trata, en este sentido, de tener una mirada contemplativa,[11] que sabe captar en la existencia propia y la de los otros un prodigio único e irrepetible, recibido y acogido como un don. Es la mirada de quién no pretende apoderarse de la realidad de la vida, sino acogerla así como es, con sus fatigas y sufrimientos, buscando reconocer en la enfermedad un sentido del que dejarse interpelar y “guiar”, con la confianza de quien se abandona al Señor de la vida que se manifiesta en él.

Ciertamente, la medicina debe aceptar el límite de la muerte como parte de la condición humana. Llega un momento en el que ya no queda más que reconocer la imposibilidad de intervenir con tratamientos específicos sobre una enfermedad, que aparece en poco tiempo como mortal. Es un hecho dramático, que se debe comunicar al enfermo con gran humanidad y también con confiada apertura a la perspectiva sobrenatural, conscientes de la angustia que la muerte genera, sobre todo en una cultura que la esconde. No se puede pensar en la vida física como algo que hay que conservar a toda costa – algo que es imposible -, sino como algo por vivir alcanzando la libre aceptación del sentido de la existencia corpórea: «sólo con referencia a la persona humana en su “totalidad unificada”, es decir, “alma que se expresa en el cuerpo informado por un espíritu inmortal”, se puede entender el significado específicamente humano del cuerpo».[12]

Reconocer la imposibilidad de curar ante la cercana eventualidad de la muerte, no significa, sin embargo, el final del obrar médico y de enfermería. Ejercitar la responsabilidad hacia la persona enferma, significa asegurarle el cuidado hasta el final: «curar si es posible, cuidar siempre (to cure if possible, always to care)».[13] Esta intención de cuidar siempre al enfermo ofrece el criterio para evaluar las diversas acciones a llevar a cabo en la situación de enfermedad “incurable”; incurable, de hecho, no es nunca sinónimo de “in-cuidable”. La mirada contemplativa invita a ampliar la noción de cuidado. El objetivo de la asistencia debe mirar a la integridad de la persona, garantizando con los medios adecuados y necesarios el apoyo físico, psicológico, social, familiar y religioso. La fe viva, mantenida en las almas de las personas que la rodean, puede contribuir a la verdadera vida teologal de la persona enferma, aunque esto no sea inmediatamente visible. El cuidado pastoral de todos, familiares, médicos, enfermeros y capellanes, puede ayudar al enfermo a persistir en la gracia santificante y a morir en la caridad, en el Amor de Dios. Frente a lo inevitable de la enfermedad, sobre todo si es crónica y degenerativa, si falta la fe, el miedo al sufrimiento y a la muerte, y el desánimo que se produce, constituyen hoy en día las causas principales de la tentación de controlar y gestionar la llegada de la muerte, aun anticipándola, con la petición de la eutanasia o del suicidio asistido.

II. La experiencia viviente del Cristo sufriente
y el anuncio de la esperanza

Si la figura del Buen samaritano ilumina de luz nueva la práctica del cuidado, la experiencia viviente del Cristo sufriente, su agonía en la Cruz y su Resurrección, son los espacios en los que se manifiesta la cercanía del Dios hecho hombre en las múltiples formas de la angustia y del dolor, que pueden golpear a los enfermos y sus familiares, durante las largas jornadas de la enfermedad y en el final de la vida.

No solo en las palabras del profeta Isaías se anuncia la persona de Cristo como el hombre familiarizado con el dolor y el padecimiento (cfr. Is 53), si releemos las páginas de la pasión de Cristo encontramos también la experiencia de la incomprensión, de la mofa, del abandono, del dolor físico y de la angustia. Son experiencias que hoy golpean a muchos enfermos, con frecuencia considerados una carga para la sociedad; a veces no son comprendidos en sus peticiones, a menudo viven formas de abandono afectivo, de perdida de relaciones.

Todo enfermo tiene necesidad no solo de ser escuchado, sino de comprender que el propio interlocutor “sabe” que significa sentirse solo, abandonado, angustiado frente a la perspectiva de la muerte, al dolor de la carne, al sufrimiento que surge cuando la mirada de la sociedad mide su valor en términos de calidad de vida y lo hace sentir una carga para los proyectos de otras personas. Por eso, volver la mirada a Cristo significa saber que se puede recurrir a quien ha probado en su carne el dolor de la flagelación y de los clavos, la burla de los flageladores, el abandono y la traición de los amigos más queridos.

Frente al desafío de la enfermedad y en presencia de dificultades emotivas y espirituales en aquel que vive la experiencia del dolor, surge, de manera inexorable, la necesidad de saber decir una palabra de confort, extraída de la compasión llena de esperanza de Jesús sobre la Cruz. Una esperanza creíble, profesada por Cristo en la Cruz, capaz de afrontar el momento de la prueba, el desafío de la muerte. En la Cruz de Cristo – cantada por la liturgia el Viernes Santo: Ave crux, spes unica – están concentrados y resumidos todos los males y sufrimientos del mundo. Todo el mal físico, de los cuales la cruz, cual instrumento de muerte infame e infamante, es el emblema; todo el mal psicológico, expresado en la muerte de Jesús en la más sombría soledad, abandono y traición; todo el mal moral, manifestado en la condena a muerte del Inocente; todo el mal espiritual, destacado en la desolación que hace percibir el silencio de Dios.

Cristo es quien ha sentido alrededor de Él la afligida consternación de la Madre y de los discípulos, que “estaban” bajo la Cruz: en este “estar”, aparentemente cargado de impotencia y resignación, está toda la cercanía de los afectos que permite al Dios hecho hombre vivir también aquellas horas que parecen sin sentido.

Después está la Cruz: de hecho un instrumento de tortura y de ejecución reservado solo a los últimos, que parece tan semejante, en su carga simbólica, a aquellas enfermedades que clavan a una cama, que prefiguran solo la muerte y parecen eliminar el significado del tiempo y de su paso. Sin embargo, aquellos que “están” alrededor del enfermo no son solo testigos, sino que son signo viviente de aquellos afectos, de aquellas relaciones, de aquella íntima disponibilidad al amor, que permiten al que sufre reconocer sobre él una mirada humana capaz de volver a dar sentido al tiempo de la enfermedad. Porque en la experiencia de sentirse amado, toda la vida encuentra su justificación. Cristo ha estado siempre sostenido, en el camino de su pasión, por el confiado abandono en el amor del Padre, que se hacía evidente, en la hora de la Cruz, también a través del amor de la Madre. Porque el Amor de Dios se revela siempre, en la historia de los hombres, gracias al amor de quien no nos abandona, de quien “está”, a pesar de todo, a nuestro lado.

Si reflexionamos sobre el final de la vida de las personas, no podemos olvidar que en ellas se aloja con frecuencia la preocupación por aquellos que dejan: por los hijos, el cónyuge, los padres, los amigos. Un componente humano que nunca podemos descuidar y a los que se debe ofrecer apoyo y ayuda.

Es la misma preocupación de Cristo, que antes de morir piensa en la Madre que permanecerá sola, con un dolor que deberá llevar en la historia. En la crónica austera del Evangelio de Juan, es a la Madre a quien se dirige Cristo, para tranquilizarla, para confiarla al discípulo amado de tal manera que se haga cargo de ella: “Madre, ahí tienes a tu hijo” (cfr. Jn 19, 26-27). El tiempo del final de la vida es un tiempo de relaciones, un tiempo en el que se deben derrotar la soledad y el abandono (cfr. Mt 27, 46 y Mc 15, 34), en vista de una entrega confiada de la propia vida a Dios (cfr. Lc 23, 46).

Desde esta perspectiva, mirar al Crucificado significa ver una escena coral, en la que Cristo está en el centro porque resume en su propia carne, y verdaderamente transfigura, las horas más tenebrosas de la experiencia humana, aquellas en las que se asoma, silenciosa, la posibilidad de la desesperación. La luz de la fe nos hace captar, en aquella plástica y descarnada descripción que los Evangelios nos dan, la Presencia trinitaria, porque Cristo confía en el Padre gracias al Espíritu Santo, que apoya a la Madre y a los discípulos que “están” y, en este su “estar” junto a la Cruz, participan, con su humana dedicación al Sufriente, al misterio de la Redención.

Así, si bien marcada por un tránsito doloroso, la muerte puede convertirse en ocasión de una esperanza más grande, gracias a la fe, que nos hace partícipes de la obra redentora de Cristo. De hecho, el dolor es existencialmente soportable solo donde existe la esperanza. La esperanza que Cristo transmite al que sufre y al enfermo es la de su presencia, de su real cercanía. La esperanza no es solo un esperar por un futuro mejor, es una mirada sobre el presente, que lo llena de significado. En la fe cristiana, el acontecimiento de la Resurrección no solo revela la vida eterna, sino que pone de manifiesto que en la historia la última palabra no es jamás la muerte, el dolor, la traición, el mal. Cristo resurge en la historia y en el misterio de la Resurrección existe la confirmación del amor del Padre que no abandona nunca.

Releer, ahora, la experiencia viviente del Cristo sufriente significa entregar también a los hombres de hoy una esperanza capaz de dar sentido al tiempo de la enfermedad y de la muerte. Esta esperanza es el amor que resiste a la tentación de la desesperación.

Aunque son muy importantes y están cargados de valor, los cuidados paliativos no bastan si no existe alguien que “está” junto al enfermo y le da testimonio de su valor único e irrepetible. Para el creyente, mirar al Crucificado significa confiar en la comprensión y en el Amor de Dios: y es importante, en una época histórica en la que se exalta la autonomía y se celebran los fastos del individuo, recordar que si bien es verdad que cada uno vive el propio sufrimiento, el propio dolor y la propia muerte, estas vivencias están siempre cargadas de la mirada y de la presencia de los otros. Alrededor de la Cruz están también los funcionarios del Estado romano, están los curiosos, están los distraídos, están los indiferentes y los resentidos; están bajo la Cruz, pero no “están” con el Crucificado.

En las unidades de cuidados intensivos, en las casas de cuidado para los enfermos crónicos, se puede estar presente como funcionario o como personas que “están” con el enfermo.

La experiencia de la Cruz permite así ofrecer al que sufre un interlocutor creíble a quien dirigir la palabra, el pensamiento, a quien entregar la angustia y el miedo: a aquellos que se hacen cargo del enfermo, la escena de la Cruz proporciona un elemento adicional para comprender que también cuando parece que no hay nada más que hacer todavía queda mucho por hacer, porque el “estar” es uno de los signos del amor, y de la esperanza que lleva en sí. El anuncio de la vida después de la muerte no es una ilusión o un consuelo sino una certeza que está en el centro del amor, que no se acaba con la muerte.

III. El “corazón que ve” del Samaritano:
la vida humana es un don sagrado e inviolable

El hombre, en cualquier condición física o psíquica que se encuentre, mantiene su dignidad originaria de haber sido creado a imagen de Dios. Puede vivir y crecer en el esplendor divino porque está llamado a ser a «imagen y gloria de Dios» (1 Cor 11, 7; 2 Cor 3, 18). Su dignidad está en esta vocación. Dios se ha hecho Hombre para salvarnos, prometiéndonos la salvación y destinándonos a la comunión con Él: aquí descansa el fundamento último de la dignidad humana.[14]

Pertenece a la Iglesia el acompañar con misericordia a los más débiles en su camino de dolor, para mantener en ellos la vida teologal y orientarlos a la salvación de Dios.[15] Es la Iglesia del Buen Samaritano,[16] que “considera el servicio a los enfermos como parte integrante de su misión”.[17] Comprender esta mediación salvífica de la Iglesia en una perspectiva de comunión y solidaridad entre los hombres es una ayuda esencial para superar toda tendencia reduccionista e individualista.[18]

Específicamente, el programa del Buen Samaritano es “un corazón que ve”. Él «enseña que es necesario convertir la mirada del corazón, porque muchas veces los que miran no ven. ¿Por qué? Porque falta compasión. Sin compasión, el que mira no se involucra en lo que observa y pasa de largo; en cambio, el que tiene un corazón compasivo se conmueve y se involucra, se detiene y se ocupa de lo que sucede».[19] Este corazón ve dónde hay necesidad de amor y obra en consecuencia.[20] Los ojos perciben en la debilidad una llamada de Dios a obrar, reconociendo en la vida humana el primer bien común de la sociedad.[21] La vida humana es un bien altísimo y la sociedad está llamada a reconocerlo. La vida es un don[22] sagrado e inviolable y todo hombre, creado por Dios, tiene una vocación transcendente y una relación única con Aquel que da la vida, porque «Dios invisible en su gran amor”[23] ofrece a cada hombre un plan de salvación para que podamos decir: «La vida es siempre un bien. Esta es una intuición o, más bien, un dato de experiencia, cuya razón profunda el hombre está llamado a comprender».[24] Por eso la Iglesia está siempre dispuesta a colaborar con todos los hombres de buena voluntad, con creyentes de otras confesiones o religiones o no creyentes, que respetan la dignidad de la vida humana, también en sus fases extremas del sufrimiento y de la muerte, y rechazan todo acto contrario a ella.[25] Dios Creador ofrece al hombre la vida y su dignidad como un don precioso a custodiar y acrecentar y del cual, finalmente, rendirle cuentas a Él.

La Iglesia afirma el sentido positivo de la vida humana como un valor ya perceptible por la recta razón, que la luz de la fe confirma y realza en su inalienable dignidad.[26] No se trata de un criterio subjetivo o arbitrario; se trata de un criterio fundado en la inviolable dignidad natural – en cuanto que la vida es el primer bien porque es condición del disfrute de todos los demás bienes – y en la vocación trascendente de todo ser humano, llamado a compartir el Amor trinitario del Dios viviente:[27] «el amor especialísimo que el Creador tiene por cada ser humano le confiere una dignidad infinita».[28] El valor inviolable de la vida es una verdad básica de la ley moral natural y un fundamento esencial del ordenamiento jurídico. Así como no se puede aceptar que otro hombre sea nuestro esclavo, aunque nos lo pidiese, igualmente no se puede elegir directamente atentar contra la vida de un ser humano, aunque este lo pida. Por lo tanto, suprimir un enfermo que pide la eutanasia no significa en absoluto reconocer su autonomía y apreciarla, sino al contrario significa desconocer el valor de su libertad, fuertemente condicionada por la enfermedad y el dolor, y el valor de su vida, negándole cualquier otra posibilidad de relación humana, de sentido de la existencia y de crecimiento en la vida teologal. Es más, se decide al puesto de Dios el momento de la muerte. Por eso, «aborto, eutanasia y el mismo suicidio deliberado degradan la civilización humana, deshonran más a sus autores que a sus víctimas y son totalmente contrarias al honor debido al Creador».[29]

IV. Los obstáculos culturales
que oscurecen el valor sagrado de toda vida humana

Hoy en día algunos factores limitan la capacidad de captar el valor profundo e intrínseco de toda vida humana: el primero se refiere a un uso equivoco del concepto de “muerte digna” en relación con el de “calidad de vida”. Irrumpe aquí una perspectiva antropológica utilitarista, que viene «vinculada preferentemente a las posibilidades económicas, al “bienestar”, a la belleza y al deleite de la vida física, olvidando otras dimensiones más profundas – relacionales, espirituales y religiosas – de la existencia».[30] En virtud de este principio, la vida viene considerada digna solo si tiene un nivel aceptable de calidad, según el juicio del sujeto mismo o de un tercero, en orden a la presencia-ausencia de determinadas funciones psíquicas o físicas, o con frecuencia identificada también con la sola presencia de un malestar psicológico. Según esta perspectiva, cuando la calidad de vida parece pobre, no merece la pena prolongarla. No se reconoce que la vida humana tiene un valor por sí misma.

Un segundo obstáculo que oscurece la percepción de la sacralidad de la vida humana es una errónea comprensión de la “compasión”.[31] Ante un sufrimiento calificado como “insoportable”, se justifica el final de la vida del paciente en nombre de la “compasión”. Para no sufrir es mejor morir: es la llamada eutanasia “compasiva”. Sería compasivo ayudar al paciente a morir a través de la eutanasia o el suicidio asistido. En realidad, la compasión humana no consiste en provocar la muerte, sino en acoger al enfermo, en sostenerlo en medio de las dificultades, en ofrecerle afecto, atención y medios para aliviar el sufrimiento.

El tercer factor, que hace difícil reconocer el valor de la propia vida y la de los otros dentro de las relaciones intersubjetivas, es un individualismo creciente, que induce a ver a los otros como límite y amenaza de la propia libertad. En la raíz de tal actitud está «un neo-pelagianismo para el cual el individuo, radicalmente autónomo, pretende salvarse a sí mismo, sin reconocer que depende, en lo más profundo de su ser, de Dios y de los demás . Un cierto neo-gnosticismo, por su parte, presenta una salvación meramente interior, encerrada en el subjetivismo»,[32] que favorece la liberación de la persona de los límites de su cuerpo, sobre todo cuando está débil y enferma.

El individualismo, en particular, está en la raíz de la que se considerada como la enfermedad latente de nuestro tiempo: la soledad,[33] tematizada en algunos contextos legislativos incluso como “derecho a la soledad”, a partir de la autonomía de la persona y del “principio del permiso-consentimiento”: un permiso-consentimiento que, dadas determinadas condiciones de malestar o de enfermedad, puede extenderse hasta la elección de seguir o no viviendo. Es el mismo “derecho” que subyace a la eutanasia y al suicidio asistido. La idea de fondo es que cuantos se encuentran en una condición de dependencia y no pueden alcanzar la perfecta autonomía y reciprocidad son cuidados en virtud de un favor. El concepto de bien se reduce así a ser el resultado de un acuerdo social: cada uno recibe los cuidados y la asistencia que la autonomía o la utilidad social o económica hacen posible o conveniente. Se produce así un empobrecimiento de las relaciones interpersonales, que se convierten en frágiles, privadas de la caridad sobrenatural, de aquella solidaridad humana y de aquel apoyo social, tan necesarios, para afrontar los momentos y las decisiones más difíciles de la existencia.

Este modo de pensar las relaciones humanas y el significado del bien hacen mella en el sentido mismo de la vida, haciéndola fácilmente manipulable, también a través de leyes que legalizan las prácticas eutanásicas, procurando la muerte de los enfermos. Estas acciones provocan una gran insensibilidad hacia el cuidado de las personas enfermas y deforman las relaciones. En tales circunstancias, surgen a veces dilemas infundados sobre la moralidad de las acciones que, en realidad, no son más que actos debidos de simple cuidado de la persona, como hidratar y alimentar a un enfermo en estado de inconsciencia sin perspectivas de curación.

En este sentido, el Papa Francisco ha hablado de la «cultura del descarte».[34] Las victimas de tal cultura son los seres humanos más frágiles, que corren el riesgo de ser “descartados” por un engranaje que quiere ser eficaz a toda costa. Se trata de un fenómeno cultural fuertemente anti-solidario, que Juan Pablo II calificó como «cultura de la muerte» y que crea auténticas «estructuras de pecado».[35] Esto puede inducir a cumplir acciones en sí mismas incorrectas por el único motivo de “sentirse bien” al cumplirlas, generando confusión entre el bien y el mal, allí donde toda vida personal posee un valor único e irrepetible, siempre prometedor y abierto a la trascendencia. En esta cultura del descarte y de la muerte, la eutanasia y el suicidio asistido aparecen como una solución errónea para resolver los problemas relativos al paciente terminal.

V. La enseñanza del Magisterio

1.     La prohibición de la eutanasia y el suicidio asistido

La Iglesia, en la misión de transmitir a los fieles la gracia del Redentor y la ley santa de Dios, que ya puede percibirse en los dictados de la ley moral natural, siente el deber de intervenir para excluir una vez más toda ambigüedad en relación con el Magisterio sobre la eutanasia y el suicidio asistido, también en aquellos contextos donde las leyes nacionales han legitimado tales prácticas.

Especialmente, la difusión de los protocolos médicos aplicables a las situaciones de final de la vida, como el Do Not Resuscitate Order o el Physician Orders for Life Sustaining Treatament – con todas sus variantes según las legislaciones y contextos nacionales, inicialmente pensados como instrumentos para evitar el ensañamiento terapéutico en las fases terminales de la vida – , despierta hoy graves problemas en relación con el deber de tutelar la vida del paciente en las fases más críticas de la enfermedad. Si por una parte los médicos se sienten cada vez más vinculados a la autodeterminación expresada por el paciente en estas declaraciones, que lleva a veces a privarles de la libertad y del deber de obrar tutelando la vida allí donde podrían hacerlo, por otra parte, en algunos contextos sanitarios, preocupa el abuso denunciado ampliamente del empleo de tales protocolos con una perspectiva eutanásica, cuando ni el paciente, ni mucho menos la familia, es consultado en la decisión final. Esto sucede sobre todo en los países donde la legislación sobre el final de la vida deja hoy amplios márgenes de ambigüedad en relación con la aplicación del deber de cuidado, al introducirse en ellos la práctica de la eutanasia.

Por estas razones, la Iglesia considera que debe reafirmar como enseñanza definitiva que la eutanasia es un crimen contra la vida humana porque, con tal acto, el hombre elige causar directamente la muerte de un ser humano inocente. La definición de eutanasia no procede de la ponderación de los bienes o los valores en juego, sino de un objeto moral suficientemente especificado, es decir la elección de «una acción o una omisión que por su naturaleza, o en la intención, causa la muerte, con el fin de eliminar cualquier dolor».[36] «La eutanasia se sitúa, pues, en el nivel de las intenciones o de los métodos usados».[37] La valoración moral de la eutanasia, y de las consecuencias que se derivan, no depende, por tanto, de un balance de principios, que, según las circunstancias y los sufrimientos del paciente, podrían, según algunos, justificar la supresión de la persona enferma. El valor de la vida, la autonomía, la capacidad de decisión y la calidad de vida no están en el mismo plano.

La eutanasia, por lo tanto, es un acto intrínsecamente malo, en toda ocasión y circunstancia. En el pasado la Iglesia ya ha afirmado de manera definitiva «que la eutanasia es una grave violación de la Ley de Dios, en cuanto eliminación deliberada y moralmente inaceptable de una persona humana. Esta doctrina se fundamenta en la ley natural y en la Palabra de Dios escrita; es transmitida por la Tradición de la Iglesia y enseñada por el Magisterio ordinario y universal. Semejante práctica conlleva, según las circunstancias, la malicia propia del suicidio o del homicidio».[38] Toda cooperación formal o material inmediata a tal acto es un pecado grave contra la vida humana: «Ninguna autoridad puede legítimamente imponerlo ni permitirlo. Se trata, en efecto, de una violación de la ley divina, de una ofensa a la dignidad de la persona humana, de un crimen contra la vida, de un atentado contra la humanidad».[39] Por lo tanto, la eutanasia es un acto homicida que ningún fin puede legitimar y que no tolera ninguna forma de complicidad o colaboración, activa o pasiva. Aquellos que aprueban leyes sobre la eutanasia y el suicidio asistido se hacen, por lo tanto, cómplices del grave pecado que otros llevarán a cabo. Ellos son también culpables de escándalo porque tales leyes contribuyen a deformar la conciencia, también la de los fieles. [40]

La vida tiene la misma dignidad y el mismo valor para todos y cada uno: el respeto de la vida del otro es el mismo que se debe a la propia existencia. Una persona que elije con plena libertad quitarse la vida rompe su relación con Dios y con los otros y se niega a sí mismo como sujeto moral. El suicidio asistido aumenta la gravedad, porque hace partícipe a otro de la propia desesperación, induciéndolo a no dirigir la voluntad hacia el misterio de Dios, a través de la virtud moral de la esperanza, y como consecuencia a no reconocer el verdadero valor de la vida y a romper la alianza que constituye la familia humana. Ayudar al suicida es una colaboración indebida a un acto ilícito, que contradice la relación teologal con Dios y la relación moral que une a los hombres para que compartan el don de la vida y sean coparticipes del sentido de la propia existencia.

También cuando la petición de eutanasia nace de una angustia y de una desesperación,[41] y «aunque en casos de ese género la responsabilidad personal pueda estar disminuida o incluso no existir, sin embargo el error de juicio de la conciencia – aunque fuera incluso de buena fe – no modifica la naturaleza del acto homicida, que en sí sigue siendo siempre inadmisible».[42] Dígase lo mismo para el suicidio asistido. Tales prácticas no son nunca una ayuda auténtica al enfermo, sino una ayuda a morir.

Se trata, por tanto, de una elección siempre incorrecta: «El personal médico y los otros agentes sanitarios – fieles a la tarea de “estar siempre al servicio de la vida y de asistirla hasta el final – no pueden prestarse a ninguna práctica eutanásica ni siquiera a petición del interesado, y mucho menos de sus familiares. No existe, en efecto, un derecho a disponer arbitrariamente de la propia vida, por lo que ningún agente sanitario puede erigirse en tutor ejecutivo de un derecho inexistente».[43]

Es por esto que la eutanasia y el suicidio asistido son siempre un fracaso de quienes los teorizan, de quienes los deciden y de quienes los practican.[44]

Son gravemente injustas, por tanto, las leyes que legalizan la eutanasia o aquellas que justifican el suicidio y la ayuda al mismo, por el falso derecho de elegir una muerte definida inapropiadamente digna solo porque ha sido elegida.[45] Tales leyes golpean el fundamento del orden jurídico: el derecho a la vida, que sostiene todo otro derecho, incluido el ejercicio de la libertad humana. La existencia de estas leyes hiere profundamente las relaciones humanas, la justicia y amenazan la confianza mutua entre los hombres. Los ordenamientos jurídicos que han legitimado el suicidio asistido y la eutanasia muestran, además, una evidente degeneración de este fenómeno social. El Papa Francisco recuerda que «el contexto sociocultural actual está erosionando progresivamente la conciencia de lo que hace que la vida humana sea preciosa. De hecho, la vida se valora cada vez más por su eficiencia y utilidad, hasta el punto de considerar como “vidas descartadas” o “vidas indignas” las que no se ajustan a este criterio. En esta situación de pérdida de los valores auténticos, se resquebrajan también los deberes inderogables de solidaridad y fraternidad humana y cristiana. En realidad, una sociedad se merece la calificación de “civil” si desarrolla los anticuerpos contra la cultura del descarte; si reconoce el valor intangible de la vida humana; si la solidaridad se practica activamente y se salvaguarda como fundamento de la convivencia».[46] En algunos países del mundo, decenas de miles de personas ya han muerto por eutanasia, muchas de ellas porque se quejaban de sufrimientos psicológicos o depresión. Son frecuentes los abusos denunciados por los mismos médicos sobre la supresión de la vida de personas que jamás habrían deseado para sí la aplicación de la eutanasia. De hecho, la petición de la muerte en muchos casos es un síntoma mismo de la enfermedad, agravado por el aislamiento y por el desánimo. La Iglesia ve en esta dificultad una ocasión para la purificación espiritual, que profundiza la esperanza, haciendo que se convierta en verdaderamente teologal, focalizada en Dios, y solo en Dios.

Más bien, en lugar de complacerse en una falsa condescendencia, el cristiano debe ofrecer al enfermo la ayuda indispensable para salir de su desesperación. El mandamiento «no matarás» (Ex 20, 13; Dt 5, 17), de hecho, es un sí a la vida, de la cual Dios se hace garante: «se transforma en la llamada a un amor solícito que tutela e impulsa la vida del prójimo».[47] El cristiano, por tanto, sabe que la vida terrena no es el valor supremo. La felicidad última está en el cielo. Así, el cristiano no pretenderá que la vida física continúe cuando la muerte está cerca. El cristiano ayudará al moribundo a liberarse de la desesperación y a poner su esperanza en Dios.

Desde la perspectiva clínica, los factores que más determinan la petición de eutanasia y suicidio asistido son: el dolor no gestionado y la falta de esperanza, humana y teologal, inducida también por una atención, humana, psicológica y espiritual a menudo inadecuada por parte de quien se hace cargo del enfermo.[48]

Es lo que la experiencia confirma: «las súplicas de los enfermos muy graves que alguna vez invocan la muerte no deben ser entendidas como expresión de una verdadera voluntad de eutanasia; estas en efecto son casi siempre peticiones angustiadas de asistencia y de afecto. Además de los cuidados médicos, lo que necesita el enfermo es el amor, el calor humano y sobrenatural, con el que pueden y deben rodearlo todos aquellos que están cercanos, padres e hijos, médicos y enfermeros».[49] El enfermo que se siente rodeado de una presencia amorosa, humana y cristiana, supera toda forma de depresión y no cae en la angustia de quien, en cambio, se siente solo y abandonado a su destino de sufrimiento y de muerte.

El hombre, en efecto, no vive el dolor solamente como un hecho biológico, que se gestiona para hacerlo soportable, sino como el misterio de la vulnerabilidad humana en relación con el final de la vida física, un acontecimiento difícil de aceptar, dado que la unidad de alma y cuerpo es esencial para el hombre.

Por eso, solo re-significando el acontecimiento mismo de la muerte – mediante la apertura en ella de un horizonte de vida eterna, que anuncia el destino trascendente de toda persona – el “final de la vida” se puede afrontar de una manera acorde a la dignidad humana y adecuada a aquella fatiga y sufrimiento que inevitablemente produce la sensación inminente del final. De hecho, «el sufrimiento es algo todavía más amplio que la enfermedad, más complejo y a la vez aún más profundamente enraizado en la humanidad misma».[50] Y este sufrimiento, con ayuda de la gracia, puede ser animado desde dentro con la caridad divina, como en el caso del sufrimiento de Cristo en la Cruz.

Por eso, la actitud de quien atiende a una persona afectada por una enfermedad crónica o en la fase terminal de la vida, debe ser aquella de “saber estar, velar con quien sufre la angustia del morir, “consolar”, o sea de ser-con en la soledad, de ser co-presencia que abre a la esperanza.[51] Mediante la fe y la caridad expresadas en la intimidad del alma la persona que cuida es capaz de sufrir el dolor del otro y de abrirse a una relación personal con el débil que amplía los horizontes de la vida más allá del acontecimiento de la muerte, transformándose así en una presencia llena de esperanza.

«Llorad con los que lloran» (Rm 12, 15), porque es feliz quien tiene compasión hasta llorar con los otros (cfr. Mt 5, 4). En esta relación, en la que se da la posibilidad de amar, el sufrimiento se llena de significado en el com-partir de una condición humana y con la solidaridad en el camino hacia Dios, que expresa aquella alianza radical entre los hombres[52] que les hace entrever una luz también más allá de la muerte. Ella nos hace ver el acto médico desde dentro de una alianza terapéuticaentre el médico y el enfermo, unidos por el reconocimiento del valor trascendente de la vida y del sentido místico del sufrimiento. Esta alianza es la luz para comprender el buen obrar médico, superando la visión individualista y utilitarista hoy predominante.

2.     La obligación moral de evitar el ensañamiento terapéutico

El Magisterio de la Iglesia recuerda que, cuando se acerca el término de la existencia terrena, la dignidad de la persona humana se concreta como derecho a morir en la mayor serenidad posible y con la dignidad humana y cristiana que le son debidas.[53] Tutelar la dignidad del morir significa tanto excluir la anticipación de la muerte como el retrasarla con el llamado “ensañamiento terapéutico”.[54] La medicina actual dispone, de hecho, de medios capaces de retrasar artificialmente la muerte, sin que el paciente reciba en tales casos un beneficio real. Ante la inminencia de una muerte inevitable, por lo tanto, es lícito en ciencia y en conciencia tomar la decisión de renunciar a los tratamientos que procurarían solamente una prolongación precaria y penosa de la vida, sin interrumpir todavía los cuidados normales debidos al enfermo en casos similares.[55] Esto significa que no es lícito suspender los cuidados que sean eficaces para sostener las funciones fisiológicas esenciales, mientras que el organismo sea capaz de beneficiarse (ayudas a la hidratación, a la nutrición, a la termorregulación y otras ayudas adecuadas y proporcionadas a la respiración, y otras más, en la medida en que sean necesarias para mantener la homeostasis corpórea y reducir el sufrimiento orgánico y sistémico). La suspensión de toda obstinación irrazonable en la administración de los tratamientos no debe ser una retirada terapéutica. Tal aclaración se hace hoy indispensable a la luz de los numerosos casos judiciales que en los últimos años han llevado a la retirada de los cuidados – y a la muerte anticipada – a pacientes en condiciones críticas, pero no terminales, a los cuales se ha decidido suspender los cuidados de soporte vital, porque no había perspectivas de una mejora en su calidad de vida.

En el caso específico del ensañamiento terapéutico, viene reafirmado que la renuncia a medios extraordinarios y/o desproporcionados «no equivale al suicidio o a la eutanasia; expresa más bien la aceptación de la condición humana ante la muerte»[56] o la elección ponderada de evitar la puesta en marcha de un dispositivo médico desproporcionado a los resultados que se podrían esperar. La renuncia a tales tratamientos, que procurarían solamente una prolongación precaria y penosa de la vida, puede también manifestar el respeto a la voluntad del paciente, expresada en las llamadas voluntades anticipadas de tratamiento, excluyendo sin embargo todo acto de naturaleza eutanásica o suicida.[57]

La proporcionalidad, de hecho, se refiere a la totalidad del bien del enfermo. Nunca se puede aplicar el falso discernimiento moral de la elección entre valores (por ejemplo, vida versus calidad de vida); esto podría inducir a excluir de la consideración la salvaguarda de la integridad personal y del bien-vida y el verdadero objeto moral del acto realizado.[58] En efecto, todo acto médico debe tener en el objeto y en las intenciones de quien obra el acompañamiento de la vida y nunca la consecución de la muerte[59]. En todo caso, el médico no es nunca un mero ejecutor de la voluntad del paciente o de su representante legal, conservando el derecho y el deber de sustraerse a la voluntad discordante con el bien moral visto desde la propia conciencia.[60]

3.     Los cuidados básicos: el deber de alimentación e hidratación

Principio fundamental e ineludible del acompañamiento del enfermo en condiciones críticas y/o terminales es la continuidad de la asistencia en sus funciones fisiológicas esenciales. En particular, un cuidado básico debido a todo hombre es el de administrar los alimentos y los líquidos necesarios para el mantenimiento de la homeostasis del cuerpo, en la medida en que y hasta cuando esta administración demuestre alcanzar su finalidad propia, que consiste en el procurar la hidratación y la nutrición del paciente.[61]

Cuando la administración de sustancias nutrientes y líquidos fisiológicos no resulte de algún beneficio al paciente, porque su organismo no está en grado de absorberlo o metabolizarlo, la administración viene suspendida. De este modo, no se anticipa ilícitamente la muerte por privación de las ayudas a la hidratación y a la nutrición, esenciales para las funciones vitales, sino que se respeta la evolución natural de la enfermedad crítica o terminal. En caso contrario, la privación de estas ayudas se convierte en una acción injusta y puede ser fuente de gran sufrimiento para quien lo padece. Alimentación e hidratación no constituyen un tratamiento médico en sentido propio, porque no combaten las causas de un proceso patológico activo en el cuerpo del paciente, sino que representan el cuidado debido a la persona del paciente, una atención clínica y humana primaria e ineludible. La obligatoriedad de este cuidado del enfermo a través de una apropiada hidratación y nutrición puede exigir en algunos casos el uso de una vía de administración artificial,[62] con la condición que esta no resulte dañina para el enfermo o provoque sufrimientos inaceptables para el paciente.[63]

4.     Los cuidados paliativos

De la continuidad de la asistencia forma parte el constante deber de comprender las necesidades del enfermo: necesidad de asistencia, de alivio del dolor, necesidades emotivas, afectivas y espirituales. Como se ha demostrado por la más amplia experiencia clínica, la medicina paliativa constituye un instrumento precioso e irrenunciable para acompañar al paciente en las fases más dolorosas, penosas, crónicas y terminales de la enfermedad. Los así llamados cuidados paliativos son la expresión más auténtica de la acción humana y cristiana del cuidado, el símbolo tangible del compasivo “estar” junto al que sufre. Estos tienen como objetivo «aliviar los sufrimientos en la fase final de la enfermedad y de asegurar al mismo paciente un adecuado acompañamiento humano”[64] digno, mejorándole – en la medida de lo posible – la calidad de vida y el completo bienestar. La experiencia enseña que la aplicación de los cuidados paliativos disminuye drásticamente el número de personas que piden la eutanasia. Por este motivo, parece útil un compromiso decidido, según las posibilidades económicas, para llevar estos cuidados a quienes tengan necesidad, para aplicarlos no solo en las fases terminales de la vida, sino como perspectiva integral de cuidado en relación a cualquier patología crónica y/o degenerativa, que pueda tener un pronóstico complejo, doloroso e infausto para el paciente y para su familia.[65]

La asistencia espiritual al enfermo, y a sus familiares, forma parte de los cuidados paliativos. Esta infunde confianza y esperanza en Dios al moribundo y a los familiares, ayudándoles a aceptar la muerte del pariente. Es una contribución esencial que compete a los agentes de pastoral y a toda la comunidad cristiana, con el ejemplo del Buen Samaritano, para que al rechazo le siga la aceptación, y sobre la angustia prevalezca la esperanza,[66] sobre todo cuando el sufrimiento se prolonga por la degeneración de la patología, al aproximarse el final. En esta fase, la prescripción de una terapia analgésica eficaz permite al paciente afrontar la enfermedad y la muerte sin miedo a un dolor insoportable. Este remedio estará asociado, necesariamente, a un apoyo fraternal que pueda vencer la sensación de soledad del paciente causada, con frecuencia, por no sentirse suficientemente acompañado y comprendido en su difícil situación.

La técnica no da una respuesta radical al sufrimiento y no se puede pensar que esta pueda llegar a eliminarlo de la vida de los hombres.[67] Una pretensión semejante genera una falsa esperanza, causando una desesperación todavía mayor en el que sufre. La ciencia médica es capaz de conocer cada vez mejor el dolor físico y debe poner en práctica los mejores recursos técnicos para tratarlo; pero el horizonte vital de una enfermedad terminal genera un sufrimiento profundo en el enfermo, que requiere una atención no meramente técnica. Spe salvi facti sumus, en la esperanza, teologal, dirigida hacia Dios, hemos sido salvados, dice San Pablo (Rm 8, 24).

“El vino de la esperanza” es la contribución específica de la fe cristiana en el cuidado del enfermo y hace referencia al modo como Dios vence el mal en el mundo. En el sufrimiento el hombre debe poder experimentar una solidaridad y un amor que asume el sufrimiento ofreciendo un sentido a la vida, que se extiende más allá de la muerte. Todo esto posee una gran relevancia social: «Una sociedad que no logra aceptar a los que sufren y no es capaz de contribuir mediante la compasión a que el sufrimiento sea compartido y sobrellevado, también interiormente, es una sociedad cruel e inhumana».[68]

Debe, sin embargo, precisarse que la definición de los cuidados paliativos ha asumido en años recientes una connotación que puede resultar equívoca. En algunos países del mundo, las legislaciones nacionales que regulan los cuidados paliativos (Palliative Care Act) así como las leyes sobre el “final de la vida” (End-of-Life Law), prevén, junto a los cuidados paliativos, la llamada Asistencia Médica a la Muerte (MAiD), que puede incluir la posibilidad de pedir la eutanasia y el suicidio asistido. Estas previsiones legislativas constituyen un motivo de confusión cultural grave, porque hacen creer que la asistencia médica a la muerte voluntaria sea parte integrante de los cuidados paliativos y que, por lo tanto, sea moralmente lícito pedir la eutanasia o el suicidio asistido.

Además, en estos mismos contextos legislativos, las intervenciones paliativas para reducir el sufrimiento de los pacientes graves o moribundos pueden consistir en la administración de fármacos dirigidos a anticipar la muerte o en la suspensión/interrupción de la hidratación y la alimentación, incluso cuando hay un pronóstico de semanas o meses. Sin embargo, estas prácticas equivalen a una acción u omisión directa para procurar la muerte y son por tanto ilícitas. La difusión progresiva de estas leyes, también a través de los protocolos de las sociedades científicas nacionales e internacionales, además de inducir a un número creciente de personas vulnerables a elegir la eutanasia o el suicidio, constituye una irresponsabilidad social frente a tantas personas, que solo tendrían necesidad de ser mejor atendidas y consoladas.

5.     El papel de la familia y los hospices

En el cuidado del enfermo terminal es central el papel de la familia.[69] En ella la persona se apoya en relaciones fuertes, viene apreciada por sí misma y no solo por su productividad o por el placer que pueda generar. En el cuidado es esencial que el enfermo no se sienta una carga, sino que tenga la cercanía y el aprecio de sus seres queridos. En esta misión, la familia necesita la ayuda y los medios adecuados. Es necesario, por tanto, que los Estados reconozcan la función social primaria y fundamental de la familia y su papel insustituible, también en este ámbito, destinando los recursos y las estructuras necesarias para ayudarla. Además, el acompañamiento humano y espiritual de la familia es un deber en las estructuras sanitarias de inspiración cristiana; nunca debe descuidarse, porque constituye una única unidad de cuidado con el enfermo.

Junto a la familia, la creación de los hospices, centros y estructuras donde acoger los enfermos terminales, para asegurar el cuidado hasta el último momento, es algo bueno y de gran ayuda. Después de todo, «la respuesta cristiana al misterio del sufrimiento y de la muerte no es una explicación sino una Presencia»[70] que se hace cargo del dolor, lo acompaña y lo abre a una esperanza confiada. Estas estructuras se ponen como ejemplo de humanidad en la sociedad, santuarios del dolor vivido con plenitud de sentido. Por esto deben estar equipadas con personal especializado y medios materiales específicos de cuidado, siempre abiertos a la familia: «A este respecto, pienso en lo bien que funcionan los hospices para los cuidados paliativos, en los que los enfermos terminales son acompañados con un apoyo médico, psicológico y espiritual cualificado, para que puedan vivir con dignidad, confortados por la cercanía de sus seres queridos, la fase final de su vida terrenal. Espero que estos centros continúen siendo lugares donde se practique con compromiso la “terapia de la dignidad”, alimentando así el amor y el respeto por la vida».[71] En estas situaciones, así como en cualquier estructura sanitaria católica, es necesaria la presencia de agentes sanitarios y pastorales preparados no solo bajo el perfil clínico, sino también practicantes de una verdadera vida teologal de fe y esperanza, dirigida hacia Dios, porque esta constituye la forma más elevada de humanización del morir.[72]

6.     El acompañamiento y el cuidado en la edad prenatal y pediátrica

En relación al acompañamiento de los neonatos y de los niños afectados de enfermedades crónicas degenerativas incompatibles con la vida, o en las fases terminales de la vida misma, es necesario reafirmar cuanto sigue, siendo conscientes de la necesidad de desarrollar una estrategia operativa capaz de garantizar calidad y bienestar al niño y a su familia.

Desde la concepción, los niños afectados por malformaciones o patologías de cualquier tipo son pequeños pacientes que la medicina hoy es capaz de asistir y acompañar de manera respetuosa con la vida. Su vida es sagrada, única, irrepetible e inviolable, exactamente como aquella de toda persona adulta.

En el caso de las llamadas patologías prenatales “incompatibles con la vida” – es decir que seguramente lo llevaran a la muerte dentro de un breve espacio de tiempo – y en ausencia de tratamientos fetales o neonatales capaces de mejorar las condiciones de salud de estos niños, de ninguna manera son abandonados en el plano asistencial, sino que son acompañados, como cualquier otro paciente, hasta la consecución de la muerte natural; el comfort care perinatal favorece, en este sentido, un proceso asistencial integrado, que, junto al apoyo de los médicos y de los agentes de pastoral sostiene la presencia constante de la familia. El niño es un paciente especial y requiere por parte del acompañante una preparación específica ya sea en términos de conocimiento como de presencia. El acompañamiento empático de un niño en fase terminal, que está entre los más delicados, tiene el objetivo de añadir vida a los años del niño y no años a su vida.

Especialmente, los Hospices Perinatales proporcionan un apoyo esencial a las familias que acogen el nacimiento de un hijo en condiciones de fragilidad. En tales casos, el acompañamiento médico competente y el apoyo de otras familias-testigos, que han pasado por la misma experiencia de dolor y de pérdida, constituyen un recurso esencial, junto al necesario acompañamiento espiritual de estas familias. Es un deber pastoral de los agentes sanitarios de inspiración cristiana trabajar para favorecer la máxima difusión de los mismos en el mundo.

Todo esto se revela especialmente importante en el caso de aquellos niños que, en el estado actual del conocimiento científico, están destinados a morir inmediatamente después del parto o en un corto periodo de tiempo. Cuidar a estos niños ayuda a los padres a elaborar el luto y a concebirlo no solo como una pérdida, sino como una etapa de un camino de amor recorrido junto al hijo.

Desafortunadamente, la cultura hoy dominante no promueve esta perspectiva: a nivel social, el uso a veces obsesivo del diagnóstico prenatal y el afirmarse de una cultura hostil a la discapacidad inducen, con frecuencia, a la elección del aborto, llegando a configurarlo como una práctica de “prevención”. Este consiste en la eliminación deliberada de una vida humana inocente y como tal nunca es lícito. Por lo tanto, el uso del diagnóstico prenatal con una finalidad selectiva es contrario a la dignidad de la persona y gravemente ilícito porque es expresión de una mentalidad eugenésica. En otros casos, después del nacimiento, la misma cultura lleva a suspender, o no iniciar, los cuidados al niño apenas nacido, por la presencia o incluso solo por la posibilidad que desarrolle en el futuro una discapacidad. También esta perspectiva, de matriz utilitarista, no puede ser aprobada. Un procedimiento semejante, además de inhumano, es gravemente ilícito desde el punto de vista moral.

Un principio fundamental de la asistencia pediátrica es que el niño en la fase final de la vida tiene el derecho al respeto y al cuidado de su persona, evitando tanto el ensañamiento terapéutico y la obstinación irrazonable como toda anticipación intencional de su muerte. En la perspectiva cristiana, el cuidado pastoral de un niño enfermo terminal reclama la participación a la vida divina en el Bautismo y la Confirmación.

En la fase terminal del recorrido de una enfermedad incurable, incluso si se suspenden las terapias farmacológicas o de otra naturaleza destinadas a luchar contra la patología que sufre el niño, porque no son apropiadas a su deteriorada condición clínica y son consideradas por los médicos como fútiles o excesivamente gravosas para él, en cuanto causa de un mayor sufrimiento, no deben reducirse los cuidados integrales del pequeño enfermo, en sus diversas dimensiones fisiológica, psicológica, afectivo-relacional y espiritual. Cuidar no significa solo poner en práctica una terapia o curar; así como interrumpir una terapia, cuando esta ya no beneficia al niño incurable, no implica suspender los cuidados eficaces para sostener las funciones fisiológicas esenciales para la vida del pequeño paciente, mientras su organismo sea capaz de beneficiarse (ayuda a la hidratación, a la nutrición, a la termorregulación y todavía otras, en la medida en que estas se requieran para sostener la homeostasis corporal y reducir el sufrimiento orgánico y sistémico). La abstención de toda obstinación terapéutica, en la administración de los tratamientos juzgados ineficaces, no debe ser una retirada terapéutica en los cuidados, sino que debe mantener abierto el camino de acompañamiento a la muerte. Se debe considerar, también, que las intervenciones rutinarias, como la ayuda a la respiración, se administren de manera indolora y proporcionada, personalizando sobre el paciente el tipo de ayuda adecuada, para evitar que la justa preocupación por la vida contraste con la imposición injusta de un dolor evitable.

En este contexto, la evaluación y la gestión del dolor físico del neonato y del niño son esenciales para respetarlo y acompañarlo en las fases más estresantes de la enfermedad. Los cuidados personalizados y delicados, que hoy en día se llevan a cabo en la asistencia clínica pediátrica, acompañados por la presencia de los padres, hacen posible una gestión integrada y más eficaz de cualquier intervención asistencial.

El mantenimiento del vínculo afectivo entre los padres y el hijo es parte integrante del proceso de cuidado. La relación de cuidado y de acompañamiento padre-niño viene favorecida con todos los instrumentos necesarios y constituye la parte fundamental del cuidado, también para las enfermedades incurables y las situaciones de evolución terminal. Además del contacto afectivo, no se debe olvidar el momento espiritual. La oración de las personas cercanas, por la intención del niño enfermo, tiene un valor sobrenatural que sobrepasa y profundiza la relación afectiva.

El concepto ético/jurídico del “mejor interés del niño” – hoy utilizado para efectuar la evaluación costes-beneficios de los cuidados que se lleven a cabo – de ninguna manera puede constituir el fundamento para decidir abreviar su vida con el objetivo de evitarle sufrimientos, con acciones u omisiones que por su naturaleza o en la intención se puedan configurar como eutanásicas. Como se ha dicho, la suspensión de terapias desproporcionadas no puede conducir a la supresión de aquellos cuidados básicos necesarios para acompañarlo a una muerte digna, incluidas aquellas para aliviar el dolor, y tampoco a la suspensión de aquella atención espiritual que se ofrece a quienes pronto se encontrarán con Dios.

7.     Terapias analgésicas y supresión de la conciencia

Algunos cuidados especializados requieren, por parte de los agentes sanitarios, una atención y competencias específicas para llevar a cabo la mejor práctica médica, desde el punto de vista ético, siempre conscientes de acercarse a las personas en su situación concreta de dolor.

Para disminuir los dolores del enfermo, la terapia analgésica utiliza fármacos que pueden causar la supresión de la conciencia (sedación). Un profundo sentido religioso puede permitir al paciente vivir el dolor como un ofrecimiento especial a Dios, en la óptica de la Redención;[73] sin embargo, la Iglesia afirma la licitud de la sedación como parte de los cuidados que se ofrecen al paciente, de tal manera que el final de la vida acontezca con la máxima paz posible y en las mejores condiciones interiores. Esto es verdad también en el caso de tratamientos que anticipan el momento de la muerte (sedación paliativa profunda en fase terminal),[74] siempre, en la medida de lo posible, con el consentimiento informado del paciente. Desde el punto de vista pastoral, es bueno cuidar la preparación espiritual del enfermo para que llegue conscientemente tanto a la muerte como al encuentro con Dios.[75] El uso de los analgésicos es, por tanto, una parte de los cuidados del paciente, pero cualquier administración que cause directa e intencionalmente la muerte es una práctica eutanásica y es inaceptable.[76] La sedación debe por tanto excluir, como su objetivo directo, la intención de matar, incluso si con ella es posible un condicionamiento a la muerte en todo caso inevitable.[77]

Se necesita aquí una aclaración en relación al contexto pediátrico: en el caso del niño incapaz de entender, como por ejemplo un neonato, no se debe cometer el error de suponer que el niño podrá soportar el dolor y aceptarlo, cuando existen sistemas para aliviarlo. Por eso, es un deber médico trabajar para reducir al máximo posible el sufrimiento del niño, de tal manera que pueda alcanzar la muerte natural en paz y pudiendo percibir lo mejor posible la presencia amorosa de los médicos y, sobre todo, de la familia.

8.     El estado vegetativo y el estado de mínima consciencia

Otras situaciones relevantes son la del enfermo con falta persistente de consciencia, el llamado “estado vegetativo”, y la del enfermo en estado “de mínima consciencia”. Es siempre engañoso pensar que el estado vegetativo, y el estado de mínima consciencia, en sujetos que respiran autónomamente, sean un signo de que el enfermo haya cesado de ser persona humana con toda la dignidad que le es propia.[78] Al contrario, en estos estados de máxima debilidad, debe ser reconocido en su valor y asistido con los cuidados adecuados. El hecho que el enfermo pueda permanecer por años en esta dolorosa situación sin una esperanza clara de recuperación implica, sin ninguna duda, un sufrimiento para aquellos que lo cuidan.

Puede ser útil recordar lo que nunca se puede perder de vista en relación con semejante situación dolorosa. Es decir, el paciente en estos estados tiene derecho a la alimentación y a la hidratación; alimentación e hidratación por vías artificiales son, en línea de principio, medidas ordinarias; en algunos casos, tales medidas pueden llegar a ser desproporcionadas, o porque su administración no es eficaz, o porque los medios para administrarlas crean una carga excesiva y provocan efectos negativos que sobrepasan los beneficios.

En la óptica de estos principios, el compromiso del agente sanitario no puede limitarse al paciente sino que debe extenderse también a la familia o a quien es responsable del cuidado del paciente, para quienes se debe prever también un oportuno acompañamiento pastoral. Por lo tanto, es necesario prever una ayuda adecuada a los familiares para llevar el peso prolongado de la asistencia al enfermo en estos estados, asegurándoles aquella cercanía que los ayude a no desanimarse y, sobre todo, a no ver como única solución la interrupción de los cuidados. Hay que estar adecuadamente preparados, y también es necesario que los miembros de la familia sean ayudados debidamente.

9.     La objeción de conciencia por parte de los agentes sanitarios y de las instituciones sanitarias católicas.

Ante las leyes que legitiman – bajo cualquier forma de asistencia médica – la eutanasia o el suicidio asistido, se debe negar siempre cualquier cooperación formal o material inmediata. Estas situaciones constituyen un ámbito específico para el testimonio cristiano, en las cuales «es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hch 5, 29). No existe el derecho al suicidio ni a la eutanasia: el derecho existe para tutelar la vida y la coexistencia entre los hombres, no para causar la muerte. Por tanto, nunca le es lícito a nadie colaborar con semejantes acciones inmorales o dar a entender que se pueda ser cómplice con palabras, obras u omisiones. El único verdadero derecho es aquel del enfermo a ser acompañado y cuidado con humanidad. Solo así se custodia su dignidad hasta la llegada de la muerte natural. «Ningún agente sanitario, por tanto, puede erigirse en tutor ejecutivo de un derecho inexistente, aun cuando la eutanasia fuese solicitada con plena conciencia por el sujeto interesado».[79]

A este respecto, los principios generales referidos a la cooperación al mal, es decir a acciones ilícitas, son reafirmados: «Los cristianos, como todos los hombres de buena voluntad, están llamados, por un grave deber de conciencia, a no prestar su colaboración formal a aquellas prácticas que, aun permitidas por la legislación civil, se oponen a la Ley de Dios. En efecto, desde el punto de vista moral, nunca es lícito cooperar formalmente con el mal. Esta cooperación se produce cuando la acción realizada, o por su misma naturaleza o por la configuración que asume en un contexto concreto, se califica como colaboración directa en un acto contra la vida humana inocente o como participación en la intención moral del agente principal. Esta cooperación nunca puede justificarse invocando el respeto a la libertad de los demás, ni apoyarse en el hecho de que la ley civil la prevea y exija. En efecto, los actos que cada cual realiza personalmente tienen una responsabilidad moral, a la que nadie puede nunca substraerse y sobre la que todos y cada uno serán juzgados por Dios mismo (cfr. Rm 2, 6; 14, 12)».[80]

Es necesario que los Estados reconozcan la objeción de conciencia en ámbito médico y sanitario, en el respeto a los principios de la ley moral natural, y especialmente donde el servicio a la vida interpela cotidianamente la conciencia humana.[81]Donde esta no esté reconocida, se puede llegar a la situación de deber desobedecer a la ley, para no añadir injusticia a la injusticia, condicionando la conciencia de las personas. Los agentes sanitarios no deben vacilar en pedirla como derecho propio y como contribución específica al bien común.

Igualmente, las instituciones sanitarias deben superar las fuertes presiones económicas que a veces les inducen a aceptar la práctica de la eutanasia. Y donde la dificultad para encontrar los medios necesarios hiciese gravoso el trabajo de las instituciones públicas, toda la sociedad está llamada a un aumento de responsabilidad de tal manera que los enfermos incurables no sean abandonados a su suerte o a los únicos recursos de sus familiares. Todo esto requiere una toma de posición clara y unitaria por parte de las Conferencias Episcopales, las Iglesias locales, así como de las comunidades y de las instituciones católicas para tutelar el propio derecho a la objeción de conciencia en los contextos legislativos que prevén la eutanasia y el suicidio.

Las instituciones sanitarias católicas constituyen un signo concreto del modo con el que la comunidad eclesial, tras el ejemplo del Buen Samaritano, se hace cargo de los enfermos. El mandamiento de Jesús, “cuidad a los enfermos” (Lc 10, 9), encuentra su concreta actuación no solo imponiendo sobre ellos las manos, sino también recogiéndolos de la calle, asistiéndolos en sus propias casas y creando estructuras especiales de acogida y de hospitalidad. Fiel al mandamiento del Señor, la Iglesia ha creado, a lo largo de los siglos varias estructuras de acogida, donde la atención médica encuentra una específica declinación en la dimensión del servicio integral a la persona enferma.

Las instituciones sanitarias “católicas” están llamadas a ser fieles testigos de la irrenunciable atención ética por el respeto a los valores fundamentales y a aquellos cristianos constitutivos de su identidad, mediante la abstención de comportamientos de evidente ilicitud moral y la declarada y formal obediencia a las enseñanzas del Magisterio eclesial. Cualquier otra acción, que no corresponda a la finalidad y a los valores a los cuales las instituciones católicas se inspiran, no es éticamente aceptable y, por tanto, perjudica la atribución de la calificación de “católica”, a la misma institución sanitaria.

En este sentido, no es éticamente admisible una colaboración institucional con otras estructuras hospitalarias hacia las que orientar y dirigir a las personas que piden la eutanasia. Semejantes elecciones no pueden ser moralmente admitidas ni apoyadas en su realización concreta, aunque sean legalmente posibles. De hecho, las leyes que aprueban la eutanasia «no sólo no crean ninguna obligación de conciencia, sino que, por el contrario, establecen una grave y precisa obligación de oponerse a ellas mediante la objeción de conciencia. Desde los orígenes de la Iglesia, la predicación apostólica ha inculcado a los cristianos el deber de obedecer a las autoridades públicas legítimamente constituidas (cfr. Rm 13, 1-7, 1 P 2, 13-14), pero al mismo tiempo ha enseñado firmemente que “hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hch 5, 29)».[82]

El derecho a la objeción de conciencia no debe hacernos olvidar que los cristianos no rechazan estas leyes en virtud de una concepción religiosa privada, sino de un derecho fundamental e inviolable de toda persona, esencial para el bien común de toda la sociedad. Se trata, de hecho, de leyes contrarias al derecho natural en cuanto que minan los fundamentos mismos de la dignidad humana y de una convivencia basada en la justicia.

10.     El acompañamiento pastoral y el apoyo de los sacramentos

El momento de la muerte es un paso decisivo del hombre en su encuentro con Dios Salvador. La Iglesia está llamada a acompañar espiritualmente a los fieles en esta situación, ofreciéndoles los “recursos sanadores” de la oración y los sacramentos. Ayudar al cristiano a vivirlo en un contexto de acompañamiento espiritual es un acto supremo de caridad. Simplemente porque «ningún creyente debería morir en la soledad y en el abandono»,[83] es necesario crear en torno al enfermo una sólida plataforma de relaciones humanas y humanizadoras que lo acompañen y lo abran a la esperanza.

La parábola del Buen Samaritano indica cual debe ser la relación con el prójimo que sufre, que actitudes hay que evitar – indiferencia, apatía, prejuicio, miedo a mancharse las manos, encerrarse en sus propias preocupaciones – y cuales hay que poner en práctica – atención, escucha, comprensión, compasión, discreción.

La invitación a la imitación, «Ve y haz también tú lo mismo» (Lc 10, 37), es una llamada a no subestimar todo el potencial humano de presencia, de disponibilidad, de acogida, de discernimiento, de implicación, que la proximidad hacia quien está en una situación de necesidad exige y que es esencial en el cuidado integral de la persona enferma.

La calidad del amor y del cuidado de las personas en las situaciones críticas y terminales de la vida contribuye a alejar de ellas el terrible y extremo deseo de poner fin a la propia vida. Solo un contexto de calor humano y de fraternidad evangélica es capaz de abrir un horizonte positivo y de sostener al enfermo en la esperanza y en un confiado abandono.

Este acompañamiento forma parte de la ruta definida por los cuidados paliativos y debe incluir al paciente y a su familia.

La familia, desde siempre, ha tenido un papel importante en el cuidado, cuya presencia, apoyo, afecto, constituyen para el enfermo un factor terapéutico esencial. Ella, de hecho, recuerda el Papa Francisco, «ha sido siempre el “hospital” más cercano. Aún hoy, en muchas partes del mundo, el hospital es un privilegio para pocos, y a menudo está distante. Son la mamá, el papá, los hermanos, las hermanas, las abuelas quienes garantizan las atenciones y ayudan a sanar».[84]

El hacerse cargo del otro o el hacerse cargo de los sufrimientos de otros es una tarea que implica no solo a algunos, sino que abraza la responsabilidad de todos, de toda la comunidad cristiana. San Pablo afirma que, cuando un miembro sufre, todo el cuerpo está sufriendo (cfr. 1 Cor 12, 26) y todo entero se inclina sobre el miembro enfermo para darle alivio. Cada uno, por su parte, está llamado a ser “siervo del consuelo” frente a las situaciones humanas de desolación y desánimo.

El acompañamiento pastoral reclama el ejercicio de las virtudes humanas y cristianas de la empatía (en-pathos), de la compasión (cum-passio), del hacerse cargo del sufrimiento del enfermo compartiéndolo, y del consuelo (cum-solacium), del entrar en la soledad del otro para hacerle sentirse amado, acogido, acompañado, apoyado.

El ministerio de la escucha y del consuelo que el sacerdote está llamado a ofrecer, haciéndose signo de la solicitud compasiva de Cristo y de la Iglesia, puede y debe tener un papel decisivo. En esta importante misión es extremadamente importante testimoniar y conjugar aquella verdad y caridad con las que la mirada del Buen Pastor no deja de acompañar a todos sus hijos. Dada la importancia de la figura del sacerdote en el acompañamiento humano, pastoral y espiritual de los enfermos en las fases terminales de la vida, es necesario que en su camino de formación esté prevista una preparación actualizada y orientada en este sentido. También es importante que sean formados en este acompañamiento cristiano los médicos y los agentes sanitarios, porque pueden darse circunstancias específicas que hacen muy difícil una adecuada presencia de los sacerdotes a la cabecera del enfermo terminal.

Ser hombres y mujeres expertos en humanidad significa favorecer, a través de las actitudes con las que se cuida del prójimo que sufre, el encuentro con el Señor de la vida, el único capaz de verter, de manera eficaz, sobre las heridas humanas el aceite del consuelo y el vino de la esperanza.

Todo hombre tiene el derecho natural de ser atendido en esta hora suprema según las expresiones de la religión que profesa.

El momento sacramental es siempre el culmen de toda la tarea pastoral de cuidado que lo precede y fuente de todo lo que sigue.

La Iglesia llama sacramentos «de curación»[85] a la Penitencia y a la Unción de los enfermos, que culminan en la Eucaristía como “viático” para la vida eterna.[86] Mediante la cercanía de la Iglesia, el enfermo vive la cercanía de Cristo que lo acompaña en el camino hacia la casa del Padre (cfr. Jn 14, 6) y lo ayuda a no caer en la desesperación,[87] sosteniéndolo en la esperanza, sobre todo cuando el camino se hace más penoso.[88]

11.     El discernimiento pastoral hacia quien pide la eutanasia o el suicidio asistido

Un caso del todo especial en el que hoy es necesario reafirmar la enseñanza de la Iglesia es el acompañamiento pastoral de quien ha pedido expresamente la eutanasia o el suicidio asistido. Respecto al sacramento de la Reconciliación, el confesor debe asegurarse que haya contrición, la cual es necesaria para la validez de la absolución, y que consiste en el «dolor del alma y detestación del pecado cometido, con propósito de no pecar en adelante».[89] En nuestro caso nos encontramos ante una persona que, más allá de sus disposiciones subjetivas, ha realizado la elección de un acto gravemente inmoral y persevera en él libremente. Se trata de una manifiesta no-disposición para la recepción de los sacramentos de la Penitencia,[90] con la absolución, y de la Unción,[91] así como del Viático.[92] Podrá recibir tales sacramentos en el momento en el que su disposición a cumplir los pasos concretos permita al ministro concluir que el penitente ha modificado su decisión. Esto implica también que una persona que se haya registrado en una asociación para recibir la eutanasia o el suicidio asistido debe mostrar el propósito de anular tal inscripción, antes de recibir los sacramentos. Se recuerda que la necesidad de posponer la absolución no implica un juicio sobre la imputabilidad de la culpa, porque la responsabilidad personal podría estar disminuida o incluso no existir.[93] En el caso en el que el paciente estuviese desprovisto de conciencia, el sacerdote podría administrar los sacramentos sub condicione si se puede presumir el arrepentimiento a partir de cualquier signo dado con anterioridad por la persona enferma.

Esta posición de la Iglesia no es un signo de falta de acogida al enfermo. De hecho, debe ser el ofrecimiento de una ayuda y de una escucha siempre posible, siempre concedida, junto a una explicación profunda del contenido del sacramento, con el fin de dar a la persona, hasta el último momento, los instrumentos para poder escogerlo y desearlo. La Iglesia está atenta a escrutar los signos de conversión suficientes, para que los fieles puedan pedir razonablemente la recepción de los sacramentos. Se recuerda que posponer la absolución es también un acto medicinal de la Iglesia, dirigido, no a condenar al pecador, sino a persuadirlo y acompañarlo hacia la conversión.

También en el caso en el que una persona no se encuentre en las disposiciones objetivas para recibir los sacramentos, es necesaria una cercanía que invite siempre a la conversión. Sobre todo si la eutanasia, pedida o aceptada, no se lleva a cabo en un breve periodo de tiempo. Se tendrá entonces la posibilidad de un acompañamiento para hacer renacer la esperanza y modificar la elección errónea, y que el enfermo se abra al acceso a los sacramentos.

Sin embargo, no es admisible por parte de aquellos que asisten espiritualmente a estos enfermos ningún gesto exterior que pueda ser interpretado como una aprobación de la acción eutanásica, como por ejemplo el estar presentes en el instante de su realización. Esta presencia solo puede interpretarse como complicidad. Este principio se refiere de manera particular, pero no solo, a los capellanes de las estructuras sanitarias donde puede practicarse la eutanasia, que no deben dar escándalo mostrándose de algún modo cómplices de la supresión de una vida humana.

12.     La reforma del sistema educativo y la formación de los agentes sanitarios

En el contexto social y cultural actual, tan denso en desafíos en relación con la tutela de la vida humana en las fases más críticas de la existencia, el papel de la educación es ineludible. La familia, la escuela, las demás instituciones educativas y las comunidades parroquiales deben trabajar con perseverancia para despertar y madurar aquella sensibilidad hacia el prójimo y su sufrimiento, de la que se ha convertido en símbolo la figura evangélica del Samaritano.[94]

A las capellanías hospitalarias se les pide ampliar la formación espiritual y moral de los agentes sanitarios, incluidos médicos y personal de enfermería, así como de los grupos de voluntariado hospitalario, para que sepan dar la atención humana y espiritual necesaria en las fases terminales de la vida. El cuidado psicológico y espiritual del paciente durante toda la evolución de la enfermedad debe ser una prioridad para los agentes pastorales y sanitarios, teniendo cuidado de poner en el centro al paciente y a su familia.

Los cuidados paliativos deben difundirse en el mundo y es obligatorio preparar, para tal fin, los cursos universitarios para la formación especializada de los agentes sanitarios. También es prioritaria la difusión de una correcta y meticulosa información sobre la eficacia de los auténticos cuidados paliativos para un acompañamiento digno de la persona hasta la muerte natural. Las instituciones sanitarias de inspiración cristiana deben preparar protocolos para sus agentes sanitarios que incluyan una apropiada asistencia psicológica, moral y espiritual como componente esencial de los cuidados paliativos.

La asistencia humana y espiritual debe volver a entrar en los recorridos formativos académicos de todos los agentes sanitarios y en las prácticas hospitalarias.

Además de todo esto, las estructuras sanitarias y asistenciales deben preparar modelos de asistencia psicológica y espiritual para los agentes sanitarios que tienen a su cargo los pacientes en las fases terminales de la vida humana. Hacerse cargo de quienes cuidan es esencial para evitar que sobre los agentes y los médicos recaiga todo el peso (burn out) del sufrimiento y de la muerte de los pacientes incurables. Estos tienen necesidad de apoyo y de momentos de discusión y de escucha adecuados para poder procesar no solo valores y emociones, sino también el sentido de la angustia, del sufrimiento y de la muerte en el ámbito de su servicio a la vida. Tienen que poder percibir el sentido profundo de la esperanza y la conciencia que su misión es una verdadera vocación a apoyar y acompañar el misterio de la vida y de la gracia en las fases dolorosas y terminales de la existencia.[95]

Conclusión

El misterio de la Redención del hombre está enraizado de una manera sorprendente en el compromiso amoroso de Dios con el sufrimiento humano. Por eso podemos fiarnos de Dios y trasmitir esta certeza en la fe al hombre sufriente y asustado por el dolor y la muerte.

El testimonio cristiano muestra como la esperanza es siempre posible, también en el interior de la cultura del descarte. «La elocuencia de la parábola del buen Samaritano, como también la de todo el Evangelio, es concretamente esta: el hombre debe sentirse llamado personalmente a testimoniar el amor en el sufrimiento».[96]

La Iglesia aprende del Buen Samaritano el cuidado del enfermo terminal y obedece así el mandamiento unido al don de la vida: «¡respeta, defiende, ama y sirve a la vida, a toda vida humana!».[97] El evangelio de la vida es un evangelio de la compasión y de la misericordia dirigido al hombre concreto, débil y pecador, para levantarlo, mantenerlo en la vida de la gracia y, si es posible, curarlo de toda posible herida.

No basta, sin embargo, compartir el dolor, es necesario sumergirse en los frutos del Misterio Pascual de Cristo para vencer el pecado y el mal, con la voluntad de «desterrar la miseria ajena como si fuese propia».[98] Sin embargo, la miseria más grande es la falta de esperanza ante la muerte. Esta es la esperanza anunciada por el testimonio cristiano que, para ser eficaz, debe ser vivida en la fe implicando a todos, familiares, enfermeros, médicos, y la pastoral de las diócesis y de los hospitales católicos, llamados a vivir con fidelidad el deber de acompañar a los enfermos en todas las fases de la enfermedad, y en particular, en las fases críticas y terminales de la vida, así como se ha definido en el presente documento.

El Buen Samaritano, que pone en el centro de su corazón el rostro del hermano en dificultad, sabe ver su necesidad, le ofrece todo el bien necesario para levantarlo de la herida de la desolación y abrir en su corazón hendiduras luminosas de esperanza.

El “querer el bien” del Samaritano, que se hace prójimo del hombre herido no con palabras ni con la lengua, sino con los hechos y en la verdad (cfr. 1 Jn 3, 18), toma la forma de cuidado, con el ejemplo de Cristo que pasó haciendo el bien y sanando a todos (cfr. Hch 10, 38).

Curados por Jesús, nos transformamos en hombres y mujeres llamados a anunciar su potencia sanadora, a amar y a hacernos cargo del prójimo como él nos ha enseñado.

Esta vocación al amor y al cuidado del otro,[99] que lleva consigo ganancias de eternidad, se anuncia de manera explícita por el Señor de la vida en esta paráfrasis del juicio final: recibid en heredad el reino, porque estaba enfermo y me habéis visitado. ¿Cuándo, Señor? Todas las veces que habéis hecho esto con un hermano vuestro más pequeño, a un hermano vuestro que sufre, lo habéis hecho conmigo (cfr. Mt 25, 31-46).

El Sumo Pontífice Francisco, en fecha 25 de junio de 2020 ha aprobado esta Carta, decidida en la Sesión Plenaria de esta Congregación el 29 de enero de 2020, y ha ordenado su publicación.

Dada en Roma, desde la sede de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el 14 de julio de 2020, memoria litúrgica de san Camilo de Lelis.

Luis F. Card. LADARIA, S.I.
Prefecto

 Giacomo MORANDI
Arzobispo Titular de Cerveteri
Secretario

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[1] Misal Romano reformado por mandato del Concilio Ecuménico Vaticano II, promulgado por la autoridad del papa Pablo VI, revisado por el papa Juan Pablo II, Conferencia Episcopal Española, Madrid 2017, Prefacio común VIII, p. 515.

[2] Cfr. Pontificio Consejo para los Agentes Sanitarios, Nueva carta de los Agentes sanitarios, Ed. Salterrae, Maliaño (Cantabria – España) 2017, n. 6.

[3] Benedicto XVI, Carta Enc. Spes salvi (30 noviembre 2007), n. 22: AAS 99 (2007), 1004: «Si el progreso técnico no se corresponde con un progreso en la formación ética del hombre, con el crecimiento del hombre interior (cfr. Ef 3, 16; 2 Cor 4, 16), no es un progreso sino una amenaza para el hombre y para el mundo».

[4] Cfr. Francisco, Discurso a la Asociación Italiana contra las leucemias-linfomas y mielomas (AIL) (2 marzo 2019): L’Osservatore Romano, 3 marzo 2019, 7.

[5] Francisco, Exhort. Ap. Amoris laetitia (19 marzo2016), n. 3: AAS 108 (2016), 312.

[6] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Past. Gaudium et spes (7 diciembre 1965), n. 10: AAS 58 (1966), 1032-1033.

[7] Cfr. Juan Pablo II, Carta Ap. Salvifici doloris (11 febrero 1984), n. 4: AAS 76 (1984), 203.

[8] Cfr. Pontificio Consejo para los Agentes Sanitarios, Nueva carta de los Agentes sanitarios, n. 144.

[9] Francisco, Mensaje para la XLVIII Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales (24 enero 2014): AAS 106 (2014), 114.

[10] Juan Pablo II, Carta Enc. Evangelium vitae (25 marzo 1995), n. 87: AAS 87 (1995), 500.

[11] Cfr. Juan Pablo II, Carta Enc. Centesimus annus (1 mayo 1991), n. 37: AAS 83 (1991), 840.

[12] Juan Pablo II, Carta Enc. Veritatis splendor (6 agosto 1993), n. 50; AAS 85 (1993), 1173.

[13] Juan Pablo II, Discurso a los participantes al Congreso Internacional sobre “Los tratamientos de soporte vital y estado vegetativo. Progresos científicos y dilemas éticos” (20 marzo 2004), n. 7: AAS 96 (2004), 489.

[14] Cfr. Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Placuit Deo (22 febrero 2018), n. 6: AAS 110 (2018), 430.

[15] Cfr. Pontificio Consejo para los Agentes Sanitarios, Nueva carta de los Agentes sanitarios, n. 9.

[16] Cfr. Pablo VI, Mensaje en la última sesión pública del Concilio (7 diciembre 1965): AAS 58 (1966), 55-56.

[17] Pontificio Consejo para los Agentes Sanitarios, Nueva carta de los Agentes sanitarios, n. 9.

[18] Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Placuit Deo (22 febrero 2018), n. 12: AAS 110 (2018), 433-434.

[19] Francisco, Discurso a los participantes en la Asamblea Plenaria de la Congregación para la Doctrina de la Fe (30 enero 2020): L’Osservatore Romano, 31 enero 2020, 7.

[20] Benedicto XVI, Carta Enc. Deus caritas est (25 diciembre 2005), n. 31: AAS 98 (2006), 245.

[21] Benedicto XVI, Carta Enc. Caritas in veritate (29 junio 2009), n. 76: AAS 101 (2009), 707.

[22] Cfr. Juan Pablo II, Carta Enc. Evangelium vitae (25 marzo 1995), n. 49: AAS 87 (1995), 455: «El sentido más verdadero y profundo de la vida: ser un don que se realiza al darse».

[23] Conc. Ecum. Vat. II, Const. Dogm. Dei Verbum (8 noviembre 1965), n. 2: AAS 58 (1966), 818.

[24] Juan Pablo II, Carta Enc. Evangelium vitae (25 marzo 1995), n. 34: AAS 87 (1995), 438.

[25] Cfr. Declaración conjunta de las Religiones Monoteístas Abrahámicas sobre las cuestiones del final de la vida, Ciudad del Vaticano, 28 octubre 2019: «Nos oponemos a cualquier forma de eutanasia -que es el acto directo, deliberado e intencional de quitar la vida – así como al suicidio médicamente asistido – que es el apoyo directo, deliberado e intencional para suicidarse porque contradicen fundamentalmente el valor inalienable de la vida humana y, por lo tanto, son inherente y consecuentemente erróneos desde el punto de vista moral y religioso, y deben ser prohibidos sin excepciones».

[26] Cfr. Francisco, Discurso al Congreso de la Asociación de Médicos Católicos Italianos en el 70 aniversario de su fundación (15 noviembre 2014): AAS 106 (2014), 976.

[27] Cfr. Pontificio Consejo para los Agentes Sanitarios, Nueva carta de los Agentes sanitarios, n. 1; Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Dignitas personae (8 septiembre 2008), n. 8: AAS 100 (2008), 863.

[28] Francisco, Carta Enc. Laudato si’ (24 mayo 2015), n. 65: AAS 107 (2015), 873.

[29] Con. Ecum. Vat. II, Const. Past. Gaudium et spes (7 diciembre 1965), n. 27: AAS 58 (1966), 1047-1048.

[30] Francisco, Discurso al Congreso de la Asociación de Médicos Católicos Italianos en el 70 aniversario de su fundación (15 noviembre 2014): AAS 106 (2014), 976.

[31] Cfr. Francisco, Discurso a la Federación Nacional de las Ordenes de Médicos Cirujanos y de los Odontólogos (20 septiembre 2019): L’Osservatore Romano, 21 septiembre 2019, 8: «Son formas apresuradas de tratar opciones que no son, como podría parecer, una expresión de la libertad de la persona, cuando incluyen el descarte del enfermo como una posibilidad, o la falsa compasión frente a la petición de que se le ayude a anticipar la muerte».

[32] Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Placuit Deo (22 febrero 2018), n. 3: AAS 110 (2018), 428-429; cfr.Francisco, Carta Enc. Laudato si’ (24 mayo 2015), n.162: AAS 107 (2015), 912.

[33] Benedicto XVI, Carta Enc. Caritas in veritate (29 junio 2009), n. 53: AAS 101 (2009), 688: «Una de las pobrezas más hondas que el hombre puede experimentar es la soledad. Ciertamente, también las otras pobrezas, incluidas las materiales, nacen del aislamiento, del no ser amados o de la dificultad de amar».

[34] Cfr. Francisco, Exhort. Ap. Evangelii gaudium (24 noviembre 2013), n. 53: AAS 105 (2013), 1042; se puede ver también: Id., Discurso a la delegación del Instituto “Dignitatis Humanae” (7 diciembre 2013): AAS 106 (2014) 14-15; Id., Encuentro con los ancianos (28 septiembre 2014): AAS 106 (2014), 759-760.

[35] Cfr. Juan Pablo II, Carta Enc. Evangelium vitae (25 marzo 1995), n. 12: AAS 87 (1995), 414.

[36] Congregación para la Doctrina de la Fe, Declarac. Iura et bona (5 mayo 1980), II: AAS 72 (1980), 546.

[37] Juan Pablo II, Carta Enc. Evangelium vitae (25 marzo 1995), n. 65: AAS 87 (1995), 475; cfr. Congregación para la Doctrina de la Fe, Declarac. Iura et bona (5 mayo 1980), II: AAS 72 (1980), 546.

[38] Juan Pablo II, Carta Enc. Evangelium vitae (25 marzo 1995), n. 65: AAS 87 (1995), 477. Es una doctrina propuesta de modo definitivo en la cual la Iglesia compromete su infalibilidad: cfr. Congragación para la Doctrina de la Fe, Nota doctrinal ilustrativa de la fórmula conclusiva de la Professio fidei (29 junio 1998), n. 11: AAS 90 (1998), 550.

[39] Congregación para la Doctrina de la Fe, Declarac. Iura et bona (5 mayo 1980), II: AAS 72 (1980), 546.

[40] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2286.

[41] Cfr. ibidem, nn. 1735 y 2282.

[42] Congregación para la Doctrina de la Fe, Declarac. Iura et bona (5 mayo 1980), II: AAS 72 (1980), 546.

[43] Pontificio Consejo para los Agentes Sanitarios, Nueva carta de los Agentes sanitarios, n. 169.

[44] Cfr. ibidem, n. 170.

[45] Cfr. Juan Pablo II, Carta Enc. Evangelium vitae (25 marzo 1995), n. 72: AAS 87 (1995), 484-485.

[46] Francisco, Discurso a los participantes en la Asamblea Plenaria de la Congregación para la Doctrina de la Fe (30 enero 2020): L’Osservatore Romano, 31 enero 2020, 7.

[47] Juan Pablo II, Carta Enc. Veritatis splendor (6 agosto 1993), n. 15; AAS 85 (1993), 1145.

[48] Cfr. Benedicto XVI, Carta Enc. Spes salvi (30 noviembre 2007), nn. 36-37: AAS 99 (2007), 1014-1016.

[49] Congregación para la Doctrina de la Fe, Declarac. Iura et bona (5 mayo 1980), II: AAS 72 (1980), 546.

[50] Juan Pablo II, Carta Ap. Salvifici doloris (11 febrero 1984), n. 5: AAS 76 (1984), 204.

[51] Cfr. Benedicto XVI, Carta. Enc. Spe salvi (30 noviembre 2007), n. 38: AAS 99 (2007), 1016.

[52] Cfr. Juan Pablo II, Carta Ap. Salvifici doloris (11 febrero 1984), n. 29: AAS 76 (1984), 244: «No puede el hombre “prójimo” pasar con desinterés ante el sufrimiento ajeno, en nombre de la fundamental solidaridad humana; y mucho menos en nombre del amor al prójimo. Debe “pararse”, “conmoverse”, actuando como el Samaritano de la parábola evangélica. La parábola en sí expresa una verdad profundamente cristiana, pero a la vez tan universalmente humana».

[53] Congregación para la Doctrina de la Fe, Declarac. Iura et bona (5 mayo 1980), IV: AAS 72 (1980), 549-551.

[54] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2278; Pontificio Consejo para los Agentes Sanitarios, Carta de los Agentes sanitarios, Ciudad del Vaticano, 1995, n. 119; Juan Pablo II, Carta Enc. Evangelium vitae (25 marzo 1995), n. 65: AAS 87 (1995), 475; Francisco, Mensaje a los participantes en la reunión de la región europea de la Asociación Médica Mundial (7 noviembre 2017): «Y si sabemos que no siempre se puede garantizar la curación de la enfermedad, a la persona que vive debemos y podemos cuidarla siempre: sin acortar su vida nosotros mismos, pero también sin ensañarnos inútilmente contra su muerte»; Pontificio Consejo para los Agentes Sanitarios, Nueva carta de los Agentes sanitarios, n. 149.

[55] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2278; Congregación para la Doctrina de la Fe, Declarac. Iura et bona (5 mayo 1980), IV: AAS 72 (1980), 550-551; Juan Pablo II, Carta Enc. Evangelium vitae (25 marzo 1995), n. 65: AAS 87 (1995), 475; Pontificio Consejo para los Agentes Sanitarios, Nueva carta de los Agentes sanitarios, n. 150.

[56] Juan Pablo II, Carta Enc. Evangelium vitae (25 marzo 1995), n. 65: AAS 87 (1995), 476.

[57] Cfr. Pontificio Consejo para los Agentes Sanitarios, Nueva carta de los Agentes sanitarios, n. 150.

[58] Cfr. Juan Pablo II, Discurso a los participantes en un encuentro de estudio sobre la procreación responsable (5 junio 1987), n.1: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, X/2 (1987), 1962: «Hablar de “conflicto de valores o bienes” y de la consiguiente necesidad de llevar a cabo como una especie de “equilibrio” de los mismos, eligiendo uno y rechazando el otro, no es moralmente correcto».

[59] Cfr. Juan Pablo II, Discurso a la Asociación de Médicos Católicos Italianos (28 diciembre 1978): Insegnamenti di Giovanni Paolo II, I (1978), 438.

[60] Cfr. Pontificio Consejo para los Agentes Sanitarios, Nueva carta de los Agentes sanitarios, n. 150.

[61] Cfr. Congregación para la Doctrina de la Fe, Respuesta a algunas preguntas de la Conferencia Episcopal Estadounidense acerca de la alimentación y la hidratación artificiales (1 agosto 2007): AAS 99 (2007), 820.

[62] Cfr. ibidem.

[63] Cfr. Pontificio Consejo para los Agentes Sanitarios, Nueva carta de los Agentes sanitarios, n. 152: «La alimentación y la hidratación, aun artificialmente administradas, son parte de los tratamientos normales que siempre han de proporcionarse al moribundo, cuando no resulten demasiados gravosos o de ningún beneficio para él. Su indebida suspensión significa verdadera y propia eutanasia. “Suministrar alimento y agua, incluso por vía artificial, es, en principio, un medio ordinario y proporcionado para la conservación de la vida. Por lo tanto, es obligatorio en la medida y mientras se demuestre que cumple su propia finalidad, que consiste en procurar la hidratación y la nutrición del paciente. De este modo se evitan el sufrimiento y la muerte derivados de la inanición y la deshidratación”».

[64] Francisco, Discurso a la plenaria de la Pontificia Academia para la Vida (5 marzo 2015): AAS 107 (2015), 274, citando a: Juan Pablo II, Carta Enc. Evangelium vitae (25 marzo 1995), n. 65: AAS 87 (1995), 476. Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2279.

[65] Cfr. [65] Francisco, Discurso a la Plenaria de la Pontificia Academia para la Vida (5 marzo 2015): AAS 107 (2015), 275.

[66] Pontificio Consejo para los Agentes Sanitarios, Nueva carta de los Agentes sanitarios, n. 147.

[67] Cfr. Juan Pablo II, Carta Ap. Salvifici doloris (11 febrero 1984), n. 2: AAS 76 (1984), 202: «El sufrimiento parece pertenecer a la trascendencia del hombre; es uno de esos puntos en los que el hombre está en cierto sentido “destinado” a superarse a sí mismo, y de manera misteriosa es llamado a hacerlo».

[68] Benedicto XVI, Carta. Enc. Spe salvi (30 noviembre 2007), n. 38: AAS 99 (2007), 1016.

[69] Cfr. Francisco, Exhort. Ap. Amoris laetitia (19 marzo 2016), n. 48: AAS 108 (2016), 330.

[70] C. Saunders, Velad conmigo. Inspiración para una vida en cuidados paliativos. Ed. Obra Social de la Caixa, 2011, p. 56.

[71] Francisco, Discurso a los participantes a la Asamblea Plenaria de la Congregación para la Doctrina de la Fe (30 enero 20202): L’Osservatore Romano, 31 enero 2020, 7.

[72] Cfr. Pontificio Consejo para los Agentes Sanitarios, Nueva carta de los Agentes sanitarios, n. 148.

[73] Cfr. Pio XII, Allocutio. Trois questions religieuses et morales concernant l’analgésie (24 febrero 1957): AAS 49 (1957) 134-136; Congregación para la Doctrina de la Fe, Declarac. Iura et bona (5 mayo 1980), III: AAS 72 (1980), 547; Juan Pablo II, Carta Ap. Salvifici doloris (11 febrero 1984), n. 19: AAS 76 (1984), 226.

[74] Cfr. Pio XII, Allocutio. Iis qui interfuerunt Conventui internationali. Romae habito, a «Collegio Internationali Neuro-Psycho-Pharmacologico » indicto (9 septiembre 1958): AAS 50 (1958), 694; Congregación para la Doctrina de la Fe, Declarac. Iura et bona (5 mayo 1980), III: AAS 72 (1980), 548; Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2779; Pontificio Consejo para los Agentes Sanitarios, Nueva carta de los Agentes sanitarios, n. 155: «Se da, además, la posibilidad de provocar con los analgésicos y los narcóticos la supresión de la conciencia del moribundo. Este uso merece una consideración particular. En presencia de dolores insoportables, resistentes a las terapias analgésicas habituales, en proximidad del momento de la muerte o en la previsión fundada de una crisis particular en ese momento, una seria indicación clínica puede conllevar, con el consentimiento del enfermo, el suministro de fármacos que suprimen la conciencia. Esta sedación paliativa profunda en la fase terminal, clínicamente fundamentada, puede ser moralmente aceptable siempre que se realice con el consenso del enfermo, se informe a los familiares, se excluya toda intencionalidad eutanásica y el enfermo haya podido satisfacer sus deberes morales, familiares y religiosos: “acercándose a la muerte, los hombres deben estar en condiciones de poder cumplir sus obligaciones morales y familiares y, sobre todo, deben poder prepararse con plena conciencia para el encuentro definitivo con Dios”. Por consiguiente, “no es lícito privar al moribundo de la conciencia propia sin grave motivo”».

[75] Cfr. Pio XII, Allocutio. Trois questions religieuses et morales concernant l’analgésie (24 febrero 1957): AAS 49 (1957) 145; Congregación para la Doctrina de la Fe, Declarac. Iura et bona (5 mayo 1980), III: AAS 72 (1980), 548; Juan Pablo II,Carta Enc. Evangelium vitae (25 marzo 1995), n. 65: AAS 87 (1995), 476.

[76] Cfr. Francisco, Discurso al Congreso de la Asociación de Médicos Católicos Italianos en el 70 aniversario de su fundación (15 noviembre 2014): AAS 106 (2014), 978.

[77] Pio XII, Allocutio. Trois questions religieuses et morales concernant l’analgésie (24 febrero 1957): AAS 49 (1957) 146; Id., Allocutio. Iis qui interfuerunt Conventui internationali. Romae habito, a «Collegio Internationali Neuro-Psycho-Pharmacologico» indicto (9 septiembre 1958): AAS 50 (1958), 695; Congregación para la Doctrina de la Fe, Declarac. Iura et bona (5 mayo 1980), III: AAS 72 (1980), 548; Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2779; Juan Pablo II, Carta Enc. Evangelium vitae (25 marzo 1995), n. 65: AAS 87 (1995), 476; Pontificio Consejo para los Agentes Sanitarios, Nueva carta de los Agentes sanitarios, n. 154.

[78] Cfr. Juan Pablo II, Discurso a los participantes al Congreso Internacional sobre «Los tratamientos de soporte vital y estado vegetativo. Progresos científicos y dilemas éticos» (20 marzo 2004), n. 3: AAS 96 (2004), 487: «Un hombre, aunque esté gravemente enfermo o se halle impedido en el ejercicio de sus funciones más elevadas, es y será siempre un hombre; jamás se convertirá en un “vegetal” o en un “animal”».

[79] Pontificio Consejo para los Agentes Sanitarios, Nueva carta de los Agentes sanitarios, n. 151.

[80] Ibidem, n. 151; cfr. Juan Pablo II, Carta Enc. Evangelium vitae (25 marzo 1995), n. 74: AAS 87 (1995), 487.

[81] Cfr. Francisco, Discurso al Congreso de la Asociación de Médicos Católicos Italianos en el 70 aniversario de su fundación (15 noviembre 2014): AAS 106 (2014), 977.

[82] Juan Pablo II, Carta Enc. Evangelium vitae (25 marzo 1995), n. 73 AAS 87 (1995), 486.

[83] Benedicto XVI, Discurso a los participantes al Congreso de la Pontificia Academia para la Vida sobre el tema “Junto al enfermo incurable y al moribundo: orientaciones éticas y operativas” (25 febrero 2008): AAS 100 (2008), 171.

[84] Francisco, Audiencia General (10 junio 2015): L’Osservatore Romano, 11 junio 2015, 8.

[85] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1420.

[86] Cfr. Rituale Romanum ex decreto Sacrosancti Oecumenici Concilii Vaticani II instaruratum auctoritate Pauli PP. VI promulgatum, Ordo unctionis infirmorum eorumque pastoralis curae, Editio typica, Praenotanda, Typis Polyglotis Vaticanis, Civitate Vaticana 1972, n. 26; Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1524.

[87] Francisco, Carta Enc. Laudato si’ (24 mayo 2015), n. 235: AAS 107 (2015), 939.

[88] Cfr. Juan Pablo II, Carta Enc. Evangelium vitae (25 marzo 1995), n. 67: AAS 87 (1995), 478-479.

[89] Concilio de Trento, Ses. XIV, De sacramento penitentiae, cap. 4: DH 1676.

[90] Cfr. CIC, can. 987.

[91] Cfr. CIC, can. 1007: «No se dé la unción de los enfermos a quienes persisten obstinadamente en un pecado grave manifiesto».

[92] Cfr. CIC, can. 915 y can. 843 § 1.

[93] Cfr. Congregación para la Doctrina de la Fe, Declarac. Iura et bona (5 mayo 1980), II: AAS 72 (1980), 546.

[94] Cfr. Juan Pablo II, Carta Ap. Salvifici doloris (11 febrero 1984), n. 29: AAS 76 (1984), 244-246.

[95] Cfr. Francisco, Discurso a los presidentes de los Colegios de Médicos de España e Hispanoamérica (9 junio 2016): AAS108 (2016), 727-728. «La fragilidad el dolor y la enfermedad son una dura prueba para todos, también para el personal médico, son un llamado a la paciencia, al padecer-con; por ello no se puede ceder a la tentación funcionalista de aplicar soluciones rápidas y drásticas, movidos por una falsa compasión o por meros criterios de eficacia y ahorro económico. Está en juego la dignidad de la vida humana; está en juego la dignidad de la vocación médica».

[96] Juan Pablo II, Carta Ap. Salvifici doloris (11 febrero 1984), n. 29: AAS 76 (1984), 246.

[97] Juan Pablo II, Carta Enc. Evangelium vitae (25 marzo 1995), n. 5: AAS 87 (1995), 407.

[98] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q. 21, a. 3.

[99] Cfr. Benedicto XVI, Carta. Enc. Spe salvi (30 noviembre 2007), n. 39: AAS 99 (2007), 1016: «Sufrir con el otro, por los otros; sufrir por amor de la verdad y de la justicia; sufrir a causa del amor y con el fin de convertirse en una persona que ama realmente, son elementos fundamentales de humanidad, cuya pérdida destruiría al hombre mismo».

[01077-ES.01] [Texto original: Italiano]

Traduzione in lingua portoghese

 

Congregação para a Doutrina da Fé

Carta
Samaritanus Bonus

Sobre o cuidado das pessoas nas fases críticas e terminais da vida

Introdução

O Bom Samaritano que deixa o seu caminho para socorrer o homem doente (cfr. Lc 10, 30-37) é a imagem de Jesus Cristo que encontra o homem necessitado de salvação e cuida das suas feridas e da sua dor com «o óleo da consolação e o vinho da esperança»[1]. Ele é o médico das almas e dos corpos e «a testemunha fiel» (Ap 3, 14) da Presença salvífica de Deus no mundo. Mas como tornar concreta hoje esta mensagem? Como traduzi-la em capacidade de acompanhamento da pessoa doente nas fases terminais da vida, de modo a assisti-la respeitando e promovendo sempre a sua inalienável dignidade humana, o seu chamado à santidade e, por conseguinte, o valor supremo da sua própria existência?

O extraordinário e progressivo desenvolvimento das tecnologias biomédicas aumentou de maneira exponencial as capacidades clínicas da medicina no diagnóstico, na terapia e no cuidado dos pacientes. A Igreja olha com esperança as pesquisas científicas e tecnológicas e nelas vê uma oportunidade favorável de serviço ao bem integral da vida e da dignidade de cada ser humano[2]. Todavia, esses progressos da tecnologia médica, ainda que preciosos, não são por si mesmos determinantes para qualificar o sentido próprio e o valor da vida humana. De fato, cada progresso nas habilidades dos profissionais da saúde requer uma crescente e sábia capacidade de discernimento moral[3] para evitar a utilização desproporcional e desumanizante das tecnologias, sobretudo nas fases críticas ou terminais da vida humana.

Além disso, a gestão organizativa e as elevadas articulação e complexidade dos sistemas sanitários contemporâneos podem reduzir o vínculo de confiança entre médico e paciente a uma relação meramente técnica e contratual, um risco que se corre sobretudo nos Países onde estão sendo aprovadas leis que legitimam formas de suicídio assistido e eutanásia voluntária dos doentes mais vulneráveis. Essas práticas negam os confins éticos e jurídicos da autodeterminação do sujeito doente, obscurecendo de maneira preocupante o valor da vida humana na doença, o sentido do sofrimento e o significado do tempo que precede a morte. Com efeito, a dor e a morte não podem ser os critérios últimos que medem a dignidade humana, a qual é própria de cada pessoa pelo simples fato de que é um “ser humano”.

Frente a tais desafios, capazes de colocar em jogo o nosso modo de pensar a medicina, o sentido do cuidado da pessoa doente e a responsabilidade social em relação aos mais vulneráveis, o presente documento deseja iluminar os pastores e os fieis nas suas preocupações e nas suas dúvidas acerca da assistência médica, espiritual e pastoral devida aos doentes nas fases críticas e terminais da vida. Todos são chamados a dar testemunho junto ao doente e a tornar-se “comunidade curante”, para que o desejo de Jesus, de que todos sejam uma só carne, a partir dos mais fracos e vulneráveis, seja atuado concretamente[4]. De fato, percebe-se em toda parte a necessidade de um esclarecimento moral e de índole prática sobre como assistir estas pessoas, já que «é necessária uma unidade de doutrina e de práxis»[5] a respeito de um tema tão delicado e que se refere aos doentes mais fracos, nos estágios mais delicados e decisivos da vida de uma pessoa.

Diversas Conferências Episcopais já publicaram documentos e cartas pastorais, com que procuraram dar uma resposta aos desafios postos pelo suicídio assistido e pela eutanásia voluntária – legitimados por algumas normativas nacionais – com particular referência a quantos trabalham ou são internados nas estruturas hospitalares, inclusive católicas. Mas a assistência espiritual e as dúvidas emergentes, em determinadas circunstâncias e em contextos particulares, acerca da celebração dos Sacramentos para aqueles que desejam pôr fim à própria vida, requerem hoje uma intervenção mais clara e puntual da Igreja, a fim de:

– reafirmar a mensagem do Evangelho e as suas expressões como fundamentos doutrinais propostos pelo Magistério, relembrando a missão de quantos estão em contato com os doentes nas fases críticas e terminais (os familiares ou os tutores legais, os capelães hospitalares, os ministros extraordinários da Eucaristia e os agentes de pastoral, os voluntários e os profissionais da saúde), além dos próprios doentes;

– fornecer orientações pastorais precisas e concretas, a fim de que em nível local se possam enfrentar e gerir essas complexas situações, para favorecer o encontro pessoal do paciente com o Amor misericordioso de Deus.

I. Cuidar do Próximo

É difícil reconhecer o profundo valor da vida humana quando, não obstante todo esforço de assistência, ela continua a se nos apresentar na sua fraqueza e fragilidade. O sofrimento, longe de ser removido do horizonte existencial da pessoa, continua a gerar uma inexaurível pergunta sobre o sentido do viver[6]. A solução desta dramática interrogação não poderá jamais ser oferecida somente à luz do pensamento humano, já que o sofrimento contém a grandeza de um específico mistério que somente a Revelação de Deus pode desvelar[7]. Em particular, a cada profissional da saúde é confiada a missão de um fiel cuidado da vida humana até o seu cumprimento natural[8], através de um percurso de assistência que seja capaz de fazer renascer em cada paciente o sentido profundo de sua existência, quando é marcada pelo sofrimento e pela doença. Mostra-se necessário, para isso, partir de uma atenta consideração do significado próprio do cuidado, para compreender o sentido da específica missão confiada por Deus a cada pessoa, profissional da saúde e agente de pastoral, como também ao próprio doente e à sua família.

A experiência do cuidado médico parte daquela condição humana, marcada pela finitude e pelo limite, que é a vulnerabilidade. Em relação à pessoa, ela se insere na fragilidade do nosso ser conjuntamente – “corpo”, material e temporalmente finito, e “alma”, desejo de infinito e destinação à eternidade. O fato de sermos criaturas “finitas”, porém destinadas à eternidade, revela seja a nossa dependência dos bens materiais e da ajuda recíproca dos outros, seja o nosso liame originário e profundo com Deus. Tal vulnerabilidade dá fundamento à ética do cuidado, de modo particular no âmbito da medicina, entendida como solicitude, premura, participação e responsabilidade para com as mulheres e os homens que nos são confiados porque necessitados de assistência física e espiritual.

Em particular, a relação de cuidado revela um princípio de justiça, na sua dúplice dimensão de promoção da vida humana (suum cuique tribuere) e de não causar dano à pessoa (alterum non laedere): o mesmo princípio que Jesus transforma na regra de ouro positiva – «Tudo quanto quiserdes que os homens vos façam, fazei-o vós a eles» (Mt 7, 12). É a regra que na ética médica tradicional encontra um eco no aforisma primum non nocere.

O cuidado da vida é pois a primeira responsabilidade que o médico experimenta no encontro com o doente. Ela não é redutível à capacidade de curar o doente, sendo o seu horizonte antropológico e moral mais amplo: também quando a cura é impossível ou improvável, o acompanhamento do médico/enfermeiro (cuidado das funções fisiológicas essenciais do corpo), como também psicológico e espiritual, é um dever imprescindível, já que o oposto constituiria um desumano abandono do doente. A medicina, com efeito, que se serve de muitas ciências, possui também uma importante dimensão de “arte terapêutica” que implica uma relação estreita entre paciente, profissionais da saúde, familiares e membros das várias comunidades de pertença do doente: arte terapêutica, atos clínicos e cuidado são incindivelmente unidos na prática médica, sobretudo nas fases críticas e terminais da vida.

O Bom Samaritano, de fato, «não só se faz próximo, mas cuida do homem que encontra quase morto ao lado da estrada»[9]. Investe nele não somente o dinheiro que tem, bem como o que não tem e que espera de ganhar em Jericó, prometendo que pagará no seu retorno. Assim Cristo nos convida a confiar na sua invisível graça e impele à generosidade baseada na caridade sobrenatural, identificando-se com cada doente: «Toda vez que fizestes isto a um só desses meus irmãos mais pequeninos, a mim o fizestes» (Mt 25, 40). A afirmação de Jesus é uma verdade moral de âmbito universal: «trata-se de “cuidar” da vida toda e da vida de todos»[10], para revelar o Amor originário e incondicional de Deus, fonte do sentido de cada vida.

A este fim, sobretudo nas estruturas hospitalares e assistenciais inspiradas nos valores cristãos, é mais que nunca necessário fazer um esforço, também espiritual, para deixar espaço a uma relação construída a partir do reconhecimento da fragilidadee vulnerabilidade da pessoa doente. A fraqueza, com efeito, recorda-nos a nossa dependência de Deus e convida a responder-lhe no respeito devido ao próximo. Daqui nasce a responsabilidade moral, ligada à tomada de consciência de cada sujeito que cuida do doente (médico, enfermeiro, familiar, voluntário, pastor) de encontrar-se diante de um bem fundamental e inalienável – a pessoa humana – que impõe não poder ultrapassar o limite em que se dá o respeito de si e do outro, ou seja o acolhimento, a tutela e a promoção da vida humana até que sobrevenha naturalmente a morte. Trata-se, neste sentido, de ter um olhar contemplativo[11], que sabe colher na existência própria e alheia um prodígio único e irrepetível, recebido e acolhido como um dom. É o olhar de quem não pretende apossar-se da realidade da vida, mas sabe acolhê-la assim como é, com as suas fadigas e os seus sofrimentos, buscando reconhecer na doença um sentido pelo qual se deixa interpelar e “guiar”, com a confiança de quem se abandona ao Senhor da vida que nele se manifesta.

Certamente, a medicina deve aceitar o limite da morte como parte da condição humana. Chega um momento em que não há outra coisa a fazer senão reconhecer a impossibilidade de intervir com terapias específicas em uma doença, que se apresenta em breve tempo como mortal. É um fato dramático, que deve ser comunicado ao doente com grande humanidade e também com confiante abertura à perspectiva sobrenatural, conscientes da angústia que a morte gera, sobretudo em uma cultura que a esconde. Não se pode, de fato, pensar a vida física como algo a ser conservado a todo custo – o que é impossível – mas como algo a ser vivido de modo tal a se poder chegar à livre aceitação do sentido da existência corpórea: «só fazendo referência à pessoa humana na sua “totalidade unificada”, ou seja, “alma que se exprime no corpo e corpo informado por um espírito imortal”, pode ser lido o significado especificamente humano do corpo»[12].

Reconhecer a impossibilidade de curar, na perspectiva próxima da morte, não significa todavia o fim do agir médico e dos enfermeiros. Exercitar a responsabilidade para com a pessoa doente significa assegurar-lhe o cuidado até o fim: «curar se possível, cuidar sempre (to cure if possible, always to care[13]. Esta intenção de cuidar sempre do doente oferece o critério para avaliar as diversas ações a se empreender na situação de doença “incurável”: incurável, com efeito, não é jamais sinônimo de “incuidável”. O olhar contemplativo convida ao alargamento da noção de cuidado. O objetivo da assistência deve mirar à integridade da pessoa, garantindo com os meios adequados e necessários o suporte físico, psicológico, social, familiar e religioso. A fé viva, mantida nas almas das pessoas ao entorno, pode contribuir à verdadeira vida teologal da pessoa doente, mesmo se isso não é imediatamente visível. O cuidado pastoral da parte de todos, familiares, médicos, enfermeiros e capelães, pode ajudar o doente a perseverar na graça santificante e morrer na caridade, no Amor de Deus. Perante o caráter inelutável da doença, sobretudo se é crônica e degenerativa, vindo a faltar a fé, o medo do sofrimento e da morte, e o desconforto que disso deriva, constituem hoje as causas principais da tentativa de controlar e gerir a chegada da morte, até antecipando-a, com o pedido de eutanásia ou de suicídio assistido.

II. A experiência viva do Cristo Sofredore
o anúncio da esperança

Se a figura do Bom Samaritano ilumina com nova luz a práxis do cuidar, a experiência viva do Cristo sofredor, da sua agonia na Cruz e da sua Ressurreição, são os lugares em que se manifesta a proximidade do Deus feito homem às múltiplas formas da angústia e da dor, que podem atingir os doentes e os seus familiares, durante os longos dias da doença e no final da vida.

Não só a pessoa de Cristo é anunciada pelas palavras do Profeta Isaías, como o homem acostumado à dor e ao sofrer (cfr. Is53), mas se relermos as páginas da paixão de Cristo, encontraremos nela a experiência da imcompreensão, do escárnio, do abandono, da dor física e da angústia. São experiências que hoje atingem muitos doentes, frequentemente considerados um peso para a sociedade; às vezes não compreendidos nas suas demandas, vivem não raro formas de abandono afetivo, de perda dos laços interpessoais.

Cada doente necessita não somente de ser escutado, mas de perceber que o próprio interlocutor “sabe” o que significa sentir-se só, abandonado, angustiado diante da perspectiva da morte, da dor da carne, do sofrimento que surge quando o olhar da sociedade mede o seu valor em termos de qualidade de vida, fazendo-o sentir-se como um peso para os projetos dos outros. Por isso, voltar o olhar a Cristo significa saber que se pode apelar a quem provou na sua carne a dor das chicotadas e dos cravos, a ridicularização por parte dos flageladores, o abandono e a traição dos amigos mais caros.

Frente ao desafio da doença e em presença de incômodos emocionais e espirituais de quem vive a experiência da dor, emerge de maneira inexorável a necessidade de saber dizer uma palavra de conforto, haurida da compaixão cheia de esperança de Jesus crucificado. Uma esperança credível, aquela professada por Jesus sobre a Cruz, capaz de enfrentar o momento da prova, o desafio da morte. Na Cruz de Cristo – cantada pela liturgia na sexta-feira santa: Ave crux, spes unica – são concentrados e resumidos todos os males e os sofrimentos do mundo. Todo o mal físico, de que a cruz, como instrumento de morte infame e infamante, é o emblema; todo o mal psicológico, expresso na morte de Jesus na mais obscura solidão, no abandono e na traição; todo o mal moral, manifestado na condenação à morte do Inocente; todo o mal espiritual, evidenciado na desolação que faz perceber o silêncio de Deus.

Cristo é aquele que sente em torno a si a consternação dolorosa da Mãe e dos discípulos, que “estão” junto à Cruz: neste seu “estar”, aparentemente carregado de impotência e resignação, há toda a proximidade afetiva que permite ao Deus feito homem viver aquelas horas que parecem sem sentido.

Há, ainda, a Cruz: um instrumento de tortura e de execução reservado somente aos últimos, que se assemelha tanto, na sua carga simbólica, àquelas doenças que cravam a pessoa em um leito, que prefiguram só a morte e parecem tolher o significado ao tempo e ao seu transcorrer. Contudo, aqueles que “estão” em torno ao doente não são somente testemunhas, mas são sinal vivente daqueles afetos, daqueles laços, daquela íntima disponibilidade ao amor, que permitem ao sofredor encontrar sobre si um olhar humano, capaz de devolver o sentido ao tempo da doença. Porque na experiência de sentir-se amado toda a vida encontra a sua justificação. Cristo foi sustentado, no percurso da sua paixão, pela confiança no amor no Pai, que se manifestava, nas horas da cruz, também através do amor da Mãe. De fato, o Amor de Deus se evidencia sempre na história humana graças ao amor de quem não nos abandona, de quem “está”, apesar de tudo, ao nosso lado.

Se refletimos sobre o fim da vida das pessoas, não podemos esquecer que nelas se faz presente muitas vezes a preocupação por aqueles que deixam: pelos filhos, o cônjuge, os pais, os amigos. Este é um elemento humano que não podemos jamais transcurar e a que se deve oferecer um apoio e uma ajuda.

É a mesma preocupação de Cristo, que antes de morrer pensa na Mãe que ficará sozinha, dentro de uma dor que deverá carregar na história. Na enxuta crônica do Evangelho de João, Cristo se dirige à Mãe para tranquilizá-la, para confiá-la ao discípulo amado, a fim de que cuidasse dela: «Mãe, eis o teu filho» (cfr. Jo 19, 26-27). O tempo do fim da vida é um tempo de relações, um tempo em que se devem vencer a solidão e o abandono (cfr. Mt 27, 46 e Mc 15, 34), em vista de uma entrega confiante da própria vida a Deus (cfr. Lc 23, 46).

Nesta perspectiva, olhar o Crucificado significa ver uma cena coral, em que Cristo está no centro porque resume na própria carne, e realmente transfigura, as horas mais tenebrosas da experiência humana, aquelas em que se apresenta, silenciosa, a possibilidade do desespero. A luz da fé nos faz colher, naquela plástica e escassa descrição que os Evangelhos nos fornecem, a Presença Trinitária, porque Cristo confia no Pai graças ao Espírito Santo, que sustenta a Mãe e os discípulos, que “estão” e, neste seu “estar” junto à Cruz, participam, com a sua humana dedicação ao Sofredor, do mistério da Redenção.

Assim, ainda que marcada por um doloroso fim, a morte pode se tornar ocasião de uma grande esperança, graças à fé, que nos torna partícipes da obra redentora de Cristo. De fato, a dor é suportável existencialmente apenas onde há esperança. A esperança que Cristo transmite ao sofredor e ao doente é aquela da sua presença, da sua real proximidade. A esperança não é só uma espera por um futuro melhor, mas é um olhar ao presente, que o torna cheio de significado. Na fé cristã, o evento da Ressurreição não somente desvela a vida eterna, mas manifesta que na história a palavra última não é jamais a morte, a dor, a traição, o mal. Cristo ressurge na história, e no mistério da Ressurreição se confirma o amor do Pai que nunca abandona.

Reler, então, a experiência viva do Cristo sofredor significa doar aos homens de hoje uma esperança capaz de dar sentido ao tempo da doença e da morte. Esta esperança é o amor que resiste à tentação do desespero.

Por mais importantes e cheios de valor que sejam, os cuidados paliativos não bastam se não há ninguém que “esteja” junto ao doente e lhe testemunhe o seu valor único e irrepetível. Para quem tem fé, olhar o Crucificado significa confiar na compreensão e no Amor de Deus: e é importante, numa época histórica em que se exalta a autonomia e se celebram os esplendores do indivíduo, recordar que, se é verdade que cada um vive o seu sofrimento, a sua dor e a sua morte, tais vivências são sempre carregadas do olhar e da presença de outros. Perto da Cruz estavam também os funcionários do Estado Romano, os curiosos, os distraídos, os indiferentes e os ressentidos: eram todos em torno à Cruz, mas não “estavam” com o Crucificado.

Nas unidades de terapia intensiva, nas casas de cuidado para os doentes crônicos, pode-se estar presente como funcionários ou como pessoas que “estão” com o doente.

A experiência da Cruz permite assim oferecer ao sofredor um interlocutor credível a quem dirigir a palavra, o pensamento, a quem entregar a angústia e o medo. Àqueles que cuidam do doente, a cena da Cruz fornece um ulterior elemento para compreender que mesmo quando parece que não exista mais nada a fazer, há ainda muito a fazer, porque o “estar” é um dos sinais do amor e da esperança que ele traz consigo. O anúncio da vida além da morte não é uma ilusão ou uma consolação, mas uma certeza que está no centro do amor, o qual não desaparece com a morte.

III. O “coração que vê” do Samaritano:
a vida humana é um dom sagrado e inviolável

O homem, em qualquer condição física ou psíquica em que se encontre, mantém a sua dignidade originária de ser criado à imagem de Deus. Pode viver e crescer no esplendor divino porque é chamado a ser à «imagem e glória de Deus» (1Cor 11, 7; 2Cor 3, 18). A sua dignidade está nesta vocação. Deus se fez Homem para salvar-nos, prometendo-nos a salvação e destinando-nos à comunhão consigo: aqui reside o fundamento último da dignidade humana[14].

É próprio da Igreja acompanhar com misericórdia os mais fracos no seu caminho de dor, para manter neles a vida teologal e orientá-los à salvação de Deus[15]. É a Igreja do Bom Samaritano[16] que «considera o serviço aos doentes como parte integrante da sua missão»[17]. Compreender esta mediação salvífica da Igreja numa perspectiva de comunhão e solidariedade entre os homens é uma ajuda essencial para superar toda tendência reducionista e individualista[18].

Em particular, o programa do Bom Samaritano é “um coração que vê”. Ele «ensina que é necessário converter o olhar do coração, porque muitas vezes quem olha não vê. Por que? Porque falta a compaixão […]. Sem compaixão, quem olha não se comove com o que vê e passa adiante; ao contrário, quem tem um coração compassivo deixa-se tocar e comover, pára e cuida»[19]. Este coração vê onde há necessidade de amor e age de modo consequente[20]. Os olhos percebem na fraqueza um chamado de Deus a agir, reconhecendo na vida humana o primeiro bem comum da sociedade[21]. A vida humana é um bem altíssimo e a sociedade é chamada a reconhecê-lo. A vida é um dom[22] sagrado e inviolável e cada homem, criado por Deus, tem uma vocação transcendente e uma relação única com Aquele que dá a vida, porque «Deus invisível, no seu grande amor»[23] oferece a cada homem um plano de salvação, de modo a poder afirmar: «A vida é sempre um bem. Esta é uma intuição ou até um dado de experiência, cuja razão profunda o homem é chamado a compreender»[24]. Por isso a Igreja se alegra sempre em colaborar com todos os homens de boa vontade, com crentes de outras confissões ou religiões ou não-crentes, que respeitam a dignidade da vida humana, também nas suas fases extremas de sofrimento e morte, e rejeitam todo ato contrário a ela[25]. Deus Criador, de fato, oferece ao homem a vida e a sua dignidade como um dom precioso a ser preservado e incrementado e do qual se deverá por fim prestar contas a Ele.

A Igreja afirma o sentido positivo da vida humana como um valor já perceptível pela reta razão, que a luz da fé confirma e valoriza na sua inalienável dignidade[26]. Não se trata de um critério subjetivo ou arbitrário; trata-se ao contrário de um critério fundado na dignidade natural inviolável – enquanto a vida é o primeiro bem, porque condição para a fruição de qualquer outro bem – e na vocação transcendente de cada ser humano, chamado a compartilhar o Amor trinitário do Deus vivo:[27] «o amor muito especial que o Criador tem por cada ser humano “confere-lhe uma dignidade infinita”»[28]. O valor inviolável da vida é uma verdade basilar da lei moral natural e um fundamento essencial da ordem jurídica. Assim como não se pode aceitar que um outro homem seja nosso escravo, mesmo se no-lo pedisse, do mesmo modo não se pode escolher diretamente atentar contra a vida de um ser humano, mesmo se este o requeresse. Portanto, suprimir um doente que pede a eutanásia não significa de nenhum modo reconhecer a sua autonomia e valorizá-la, mas ao invés significa desconhecer o valor da sua liberdade, fortemente condicionada pela doença e pela dor, e o valor da sua vida, negando-lhe qualquer ulterior possibilidade de relação humana, de sentido da existência e de crescimento na vida teologal. Ainda mais, decide-se no lugar de Deus o momento da morte. Por isso, «aborto, eutanásia e suicídio voluntário (…) corrompem a civilização humana, desonram mais aqueles que assim procedem do que os que os padecem; e ofendem gravemente a honra devida ao Criador»[29].

IV. Os obstáculos culturais
que obscurecem o valor sagrado de cada vida humana

Alguns fatores atualmente limitam a capacidade de colher o valor profundo e intrínseco de cada vida humana: o primeiro é a referência ao uso equívoco do conceito de “morte digna” em relação ao de “qualidade de vida”. Emerge aqui uma perspectiva antropológica utilitarista, que é «ligada prevalentemente às possibilidades econômicas, ao “bem-estar”, à beleza e à fruição da vida física, esquecendo outras dimensões mais profundas — relacionais, espirituais e religiosas — da existência»[30]. Em virtude deste princípio, a vida é considerada digna somente se tem um nível aceitável de qualidade, segundo o juízo do sujeito mesmo ou de terceiros, em ordem à presença-ausência de determinadas funções psíquicas ou físicas, muitas vezes identificada também com a simples presença de um incômodo psicológico. Segundo esta abordagem, quando a qualidade da vida aparece pobre, não merece ser continuada. Assim, porém, não se reconhece mais que a vida humana tem um valor em si mesma.

Um segundo obstáculo que obscurece a percepção da sacralidade da vida humana é uma errônea compreensão da “compaixão”[31]. Diante de um sofrimento qualificado como “insuportável”, justifica-se o fim da vida do paciente em nome da “compaixão”. Para não sofrer é melhor morrer: é a eutanásia assim chamada “compassiva”. Seria compassivo ajudar o paciente a morrer através da eutanásia ou do suicídio assistido. Na realidade, a compaixão humana não consiste em provocar a morte, mas em acolher o doente, em dar-lhe suporte nas dificuldades, em oferecer-lhe afeto, atenção e os meios para aliviar o sofrimento.

O terceiro fator que torna difícil reconhecer o valor da vida própria e alheia, ao interno das relações intersubjetivas, é um individualismo crescente que induz a ver os outros como limite e ameaça à própria liberdade. Na raiz de uma tal atitude está «um neo-pelagianismo em que o homem, radicalmente autônomo, pretende salvar-se a si mesmo sem reconhecer que ele depende, no mais profundo do seu ser, de Deus e dos outros […]. Um certo neo-gnosticismo, por outro lado, apresenta uma salvação meramente interior, fechada no subjetivismo»[32], que espera a libertação da pessoa dos limites do seu corpo, sobretudo quando é frágil e doente.

O individualismo, em particular, está na raiz daquela que é considerada a doença mais latente do nosso tempo: a solidão[33], tematizada em alguns contextos normativos até mesmo como “direito à solidão”, a partir da autonomia da pessoa e do “princípio da permissão-consentimento”: uma permissão-consentimento que, dadas determinadas condições de mal-estar ou de doença, pode estender-se até a escolha de continuar a viver ou não. É o mesmo “direito” que subjaz à eutanásia e ao suicídio assistido. A ideia de fundo é de que quantos se encontram em uma condição de dependência e não podem ser assimilados à perfeita autonomia e reciprocidade são cuidados em virtude de um favor. O conceito de bem se reduz assim a ser o resultado de um acordo social: cada um recebe os cuidados e a assitência que a autonomia ou a utilidade social e econômica tornam possíveis ou convenientes. Disso deriva um empobrecimento das relações interpessoais, que se tornam frágeis, privadas de caridade sobrenatural, daquela solidariedade humana e daquele suporte social tão necessários para enfrentar os momentos e as decisões mais difíceis da existência.

Este modo de pensar as relações humanas e o significado do bem não pode não afetar o sentido mesmo da vida, tornando-a facilmente manipulável, também através de leis que legalizam práticas eutanásicas, provocando a morte dos doentes. Estas ações causam uma grave insensibilidade quanto ao cuidado da pessoa doente e deformam as relações. Em tais circunstâncias, surgem às vezes dilemas infundados sobre a moralidade de ações que, na verdade, não são mais que atos devidos de simples atenção à pessoa, como hidratar e alimentar um doente em estado de inconsciência, sem perspectiva de cura.

Neste sentido, Papa Francisco tem falado da «cultura do descarte»[34]. As vítimas de tal cultura são propriamente os seres humanos mais frágeis, que correm o perigo de serem “descartados” por uma engrenagem que quer ser eficiente a todo custo. Trata-se de um fenômeno cultural fortemente antisolidário que João Paulo II qualificou como «cultura de morte» e que cria autênticas «estruturas de pecado»[35]. Isso pode induzir a realizar ações em si erradas, só pelo motivo de “sentir-se bem” ao cometê-las, gerando confusão entre bem e mal, onde, ao contrário, cada vida pessoal possui um valor único e irrepetível, sempre prometente e aberto à transcendência. Nesta cultura do descarte e da morte, a eutanásia e o suicídio assistido aparecem como uma solução errônea para resolver os problemas relativos ao paciente terminal.

V. O Ensinamento do Magistério

1.     A proibição da eutanásia e do suicídio assistido

A Igreja, na missão de transmitir aos fieis a graça do Redentor e a santa lei de Deus, já perceptível nos ditames da lei moral natural, sente o dever de intervir nesta sede para excluir ainda uma vez toda ambiguidade acerca do ensinamento do Magistério sobre a eutanásia e o suicídio assistido, também naqueles contextos em que as leis nacionais legitimaram tais práticas.

Em particular, o difundir-se de protocolos médicos aplicáveis às situações de fim-de-vida, como o Do Not Resuscitate Orderou os Physician Orders for Life Sustaining Treatment – com todas as suas variantes segundo os ordenamentos e contextos nacionais, inicialmente pensados como instrumentos para evitar a obstinação terapêutica nas fases terminais da vida – levanta hoje graves problemas em relação ao dever de tutelar a vida dos pacientes nas fases mais críticas da doença. Se de um lado, com efeito, os médicos se sentem sempre mais vinculados pela autodeterminação expressa pelos pacientes, segundo estas declarações, o que chega até mesmo a privá-los da liberdade e do dever de agir em tutela da vida, também onde poderiam fazê-lo; de outro, em alguns contextos sanitários, preocupa o abuso, já amplamante denunciado, na utilização de tais protocolos em uma perspectiva eutanásica, quando nem os pacientes, nem tampouco as famílias são consultados na decisão extrema. Isto acontece sobretudo nos países onde as leis sobre o fim-da-vida deixam hoje amplas margens de ambiguidade em mérito à aplicação do dever do cuidado, tendo introduzido a prática da eutanásia.

Por tais razões, a Igreja considera que deve reafirmar como ensinamento definitivo que a eutanásia é um crime contra a vida humana porque, com tal ato, o homem escolhe causar diretamente a morte de um outro ser humano inocente. A definição de eutanásia não procede da ponderação dos bens ou valores em jogo, mas de um objeto moral suficientemente especificado, ou seja da escolha de «uma ação ou omissão que, por sua natureza ou nas intenções, provoca a morte a fim de eliminar toda a dor»[36]. «A eutanásia situa-se, portanto, ao nível das intenções e ao nível dos métodos empregados»[37]. A sua avaliação moral, bem como a das consequências que dela derivam, não depende portanto de um balanceamento de princípios que, de acordo com as circunstâncias e o sofrimento do paciente, poderiam segundo alguns justificar a supressão da pessoa doente. Valor da vida, autonomia, capacidade decisional e qualidade de vida não estão no mesmo plano.

A eutanásia, portanto, é um ato intrinsecamente mau, em qualquer ocasião ou circunstância. A Igreja no passado já afirmou de modo definitivo «que a eutanásia é uma violação grave da Lei de Deus, enquanto morte deliberada moralmente inaceitável de uma pessoa humana. Tal doutrina está fundada sobre a lei natural e sobre a Palavra de Deus escrita, é transmitida pela Tradição da Igreja e ensinada pelo Magistério ordinário e universal. A eutanásia comporta, segundo as circunstâncias, a malícia própria do suicídio ou do homicídio»[38]. Qualquer cooperação formal ou material imediata a um tal ato é um pecado grave contra a vida humana: «Não há autoridade alguma que o possa legitimamente impor ou permitir. Trata-se, com efeito, de uma violação da lei divina, de uma ofensa à dignidade da pessoa humana, de um crime contra a vida e de um atentado contra a humanidade»[39]. Por isso, a eutanásia é um ato homicida que nenhum fim pode legitimar e que não tolera nenhuma forma de cumplicidade ou colaboração, ativa ou passiva. Aqueles que aprovam leis sobre a eutanásia e o suicídio assistido se tornam, portanto, cúmplices do grave pecado que outros realizarão. Eles são outrossim culpados de escândalo porque tais leis contribuem a deformar a consciência, mesmo dos fieis[40].

A vida humana tem a mesma dignidade e o mesmo valor para cada um: o respeito da vida do outro é o mesmo que se deve para com a própria existência. Uma pessoa que escolhe com plena liberdade tirar a própria vida rompe a sua relação com Deus e com os outros e nega si mesma como sujeito moral. O suicídio assistido aumenta a sua gravidade, enquanto torna partícipe um outro do próprio desespero, induzindo-o a não direcionar a vontade para o mistério de Deus, através da virtude teologal da esperança, e por consequência a não reconhecer o verdadeiro valor da vida e a romper a aliança que constitui a família humana. Ajudar o suicida é uma indevida colaboração a um ato ilícito, que contradiz a relação teologal com Deus e a realização moral que une os homens a fim de que compartilhem o dom da vida e participem do sentido da própria existência.

Mesmo quando o pedido de eutanásia nascer de uma angústia e de um desespero[41] e «embora em tais casos a responsabilidade possa ficar atenuada ou até não existir, o erro de juízo da consciência — mesmo de boa fé — não modifica a natureza deste gesto homicida que, em si, permanece sempre inaceitável»[42]. O mesmo se diga do suicídio assistido. Tais práticas jamais são uma autêntica ajuda ao doente, mas uma ajuda a morrer.

Trata-se, por isso, de uma escolha sempre errada: «o pessoal médico e os outros profissionais da saúde – fieis à tarefa de “estar sempre a serviço da vida e assisti-la até o fim” – não podem prestar-se a nenhuma prática eutanásica nem mesmo a pedido do interessado, menos ainda dos seus familiares. Não existe, de fato, um direito a dispor arbitrariamente da própria vida, pelo que nenhum profissional da saúde pode fazer-se tutor executivo de um direito inexistente»[43].

É por isso que a eutanásia e o suicídio assistido são uma derrota para quem os teoriza, para quem os decide e para quem os pratica[44].

São gravemente injustas, portanto, as leis que legalizam a eutanásia ou aquelas que justificam o suicídio e a ajuda ao mesmo, pelo falso direito de escolher uma morte definida impropriamente como digna somente porque escolhida[45]. Tais leis atingem o fundamento da ordem jurídica: o direito à vida, que sustenta todo outro direito, inclusive o exercício da liberdade humana. A existência destas leis fere profundamente as relações humanas e a justiça, ameaçando a mútua confiança entre os homens. Os ordenamentos jurídicos que legitimaram o suicídio assistido e a eutanásia mostram, além disso, uma evidente degeneração deste fenômeno social. Papa Francisco recorda que «o atual contexto sociocultural está progressivamente a desgastar a consciência do que torna a vida humana preciosa. Na realidade, ela está a ser cada vez mais avaliada com base na sua eficiência e utilidade, a ponto de considerar “vidas descartadas” ou “vidas indignas” aquelas que não correspondem a este critério. Nesta situação de perda dos valores autênticos, vêm a faltar os deveres inalienáveis de solidariedade e fraternidade humana e cristã. Na realidade, uma sociedade merece a qualificação de “civilizada» se desenvolver anticorpos contra a cultura do descarte; se reconhecer o valor intangível da vida humana; se a solidariedade for ativamente praticada e salvaguardada como fundamento da convivência»[46]. Em alguns países do mundo, dezenas de milhares de pessoas já morreram por eutanásia, muitas das quais porque lamentavam-se de sofrimentos psicológicos ou depressão. E frequentes são os abusos denunciados pelos próprios médicos pela supressão da vida de pessoas que jamais teriam desejado para si a aplicação da eutanásia. Com efeito, o pedido de morte, em muitos casos, é já um sintoma da doença, agravado pelo isolamento e pelo desconforto. A Igreja vê nestas dificuldades uma ocasião para a purificação espiritual, que aprofunda a esperança, a fim de que se torne realmente teologal, focalizada em Deus e somente em Deus.

Mais que isso, ao invés de ceder a uma falsa condescendência, o cristão deve oferecer ao doente a ajuda indispensável para sair do seu desespero. O mandamento «não matar» (Ex 20, 13; Dt 5, 17), de fato, é um sim à vida, da qual Deus se faz garante: «torna-se apelo a um amor solícito que tutela e promove a vida do próximo»[47]. O cristão portanto sabe que a vida terrena não é o supremo valor. A beatitude última está no céu. Assim, o cristão não pretenderá que a vida física continue quando evidentemente a morte é próxima. O cristão ajudará o moribundo a se libertar do desespero e a colocar sua esperança em Deus.

Sob o perfil clínico, os fatores que mormente determinam o pedido de eutanásia e suicídio assistido são: a dor não administrada; a falta de esperança, humana e teologal, induzida também por uma assistência humana, psicológica e espiritual muitas vezes inadequada por parte de quem cuida do doente[48].

É isto que a experiência confirma: «as súplicas dos doentes muito graves que, por vezes, pedem a morte, não devem ser compreendidas como expressão de uma verdadeira vontade de eutanásia; nestes casos são quase sempre pedidos angustiados de ajuda e de afeto. Para além dos cuidados médicos, aquilo de que o doente tem necessidade é de amor, de calor humano e sobrenatural, que podem e devem dar-lhe todos os que o rodeiam, pais e filhos, médicos e enfermeiros»[49]. O doente que se sente circundado pela presença amorosa, humana e cristã, supera toda forma de depressão e não cai na angústia de quem, ao invés, se sente só e abandonado ao seu destino de sofrimento e de morte.

De fato, o homem vive a dor não somente como um fato biológico que deve ser administrado para que seja suportável, mas como o mistério da vulnerabilidade humana em relação ao fim da vida física, um evento difícil de aceitar, dado que a unidade de alma e corpo é essencial para o homem.

Por isso, somente re-significando o evento mesmo da morte – mediante a abertura a um horizonte de vida eterna, que anuncia a destinação transcendente de cada pessoa – o “fim-da-vida” pode ser enfrentado de modo cônsono à dignidade humana e adequado àquele sentimento de perturbação e sofrimento que a percepção do fim iminente produz inevitavelmente. Com efeito, «o sofrimento é algo mais amplo e mais complexo do que a doença e, ao mesmo tempo, algo mais profundamente enraizado na própria humanidade»[50]. E este sofrimento, com a ajuda da graça, pode ser animado desde dentro com a caridade divina, assim como no caso do sofrimento de Cristo na Cruz.

Portanto, a capacidade de quem assiste uma pessoa atingida por doença crônica ou na fase terminal da vida deve ser aquela de “saber estar”, vigiar com quem sofre a angústia do morrer, “consolar”, ou seja estar-com na solidão, ser co-presença que abre à esperança[51]. Mediante a fé e a caridade expressas na intimidade da alma, a pessoa que assiste é capaz de sofrer a dor do outro e de abrir-se a uma relação pessoal com o fraco, que alarga os horizontes da vida para além do evento da morte, tornando-se assim uma presença plena de esperança.

«Chorai com os que choram» (Rm 12, 15), porque é feliz quem tem compaixão ao ponto de chorar com os outros (cfr. Mt 5, 4). Nesta relação, que se faz possibilidade de amor, o sofrimento se enche de significado no com-partilhamento da condição humana e na solidariedade no caminho para Deus, que exprime aquela aliança radical entre os homens[52], que os faz entrever uma luz mesmo para além da morte. Isso nos faz ver o ato médico desde dentro de uma aliança terapêutica entre o médico e o doente, ligados pelo reconhecimento do valor transcendente da vida e do sentido místico do sofrimento. Tal aliança é a luz para compreender um bom agir médico, superando a visão individualista e utilitarista hoje predominante.

2.     A obrigação moral de excluir a obstinação terapêutica

O Magistério da Igreja recorda que, quando se aproxima o término da existência terrena, a dignidade da pessoa humana é precisada como direito a morrer na maior serenidade possível e com a dignidade humana e cristã que lhe é devida[53]. Tutelar a dignidade do morrer significa excluir seja a antecipação da morte, seja sua dilação com a assim chamada “obstinação terapêutica”[54]. A medicina atual dispõe de meios capazes de retardar artificialmente a morte, sem que o paciente receba, em alguns casos, um real benefício. Na iminência de uma morte inevitável, pois, é lícito tomar a decisão, em ciência e consciência, de renunciar a tratamentos que provocariam somente um prolongamento precário e penoso da vida, sem todavia interromper os cuidados normais devidos ao doente em casos similares[55]. Isto significa que não é lícito suspender os cuidados eficazes para sustentar as funções fisiológicas essenciais, até quando o organismo seja capaz de se beneficiar deles (suportes à hidratação, à nutrição, à termorregulação; outrossim, ajudas adequadas e proporcionadas à respiração e ainda outras, na medida em que sejam requeridas para suportar a homeostase corpórea e reduzir o sofrimento do órgão e sistêmico). A suspensão de toda obstinação irrazoável na administração dos tratamentos não deve ser desistência terapêutica. Tal precisação se torna hoje indispensável à luz dos numerosos casos judiciais que nos últimos anos têm conduzido à desistência do cuidado – e à morte antecipada – de pacientes em condições críticas, mas não terminais, a quem se decidiu suspender os cuidados de suporte vital, já não tendo eles perspectivas de melhora da qualidade de vida.

No caso específico da obstinação terapêutica, deve-se reafirmar que a renúncia a meios extraordinários e/ou desproporcionais «não equivale ao suicídio ou à eutanásia; exprime antes a aceitação da condição humana diante da morte»[56] ou a escolha ponderada de evitar a aplicação de um dispositivo médico desproporcionado aos resultados que se poderiam esperar. A renúncia a tais tratamentos, que provocariam somente um prolongamento precário e penoso da vida, pode também querer exprimir o respeito à vontade do moribundo, expressa nas assim chamadas declarações antecipadas de vontade quanto ao tratamento, excluindo porém todo ato eutanásico ou suicida[57].

Com efeito, a proporcionalidade se refere à totalidade do bem do doente. Jamais se pode aplicar o falso discernimento moral da escolha entre valores (por exemplo, vida versus qualidade de vida). Isso poderia induzir a excluir da consideração a salvaguarda da integridade pessoal e do bem-vida e o verdadeiro objeto moral do ato realizado[58]. Todo ato médico deve sempre ter como objeto, nas intenções de quem age, o acompanhamento da vida e nunca a busca da morte[59]. O médico, em todo caso, não é jamais um mero executor da vontade do paciente ou do seu representante legal, conservando o direito e o dever de subtrair-se a vontades discordantes do bem moral visto pela própria consciência[60].

3.     Os cuidados básicos: o dever de alimentação e hidratação

Princípio fundamental e ineludível do acompanhamento do doente em condições críticas e/ou terminais é a continuidade da assistência às suas funções fisiológicas essenciais. Em particular, um cuidado básico devido a cada ser humano é o de administrar os alimentos e os líquidos necessários à manutenção da homeostase do corpo, na medida em que e até quando esta administração demonstra alcançar sua finalidade própria, que consiste em promover a hidratação e a nutrição do paciente[61].

Quando o fornecer substâncias nutrientes e líquidos fisiológicos não produz nenhum benefício ao paciente, porque o seu organismo não mais está em condições de absorvê-los ou metabolizá-los, a sua administração deve ser suspensa. Deste modo não se antecipa ilicitamente a morte por privação de suportes hidratantes e nutricionais essenciais às funções vitais, mas se respeita o decurso natural da doença crítica ou terminal. Em caso contrário, a privação destes suportes se torna uma ação injusta e pode ser fonte de grandes sofrimentos para quem a padece. Alimentação e hidratação não constituem uma terapia médica em sentido próprio, enquanto não combatem as causas de um processo patológico em ato no corpo do paciente, mas representam um cuidado devido à pessoa do paciente, uma atenção clínica e humana primária e ineludível. A obrigatoriedade deste cuidado do doente, através de apropriada hidratação e nutrição, pode exigir em alguns casos o uso de via artificial na sua administração[62], sob condição de que ela não resulte danosa ao doente ou lhe provoque sofrimentos inaceitáveis[63].

4.     Os cuidados paliativos

Da continuidade da assistência faz parte o dever constante de compreensão das necessidades do doente: necessidades de assistência, alívio da dor, necessidades emocionais, afetivas e espirituais. Como demonstrado pela mais ampla experiência clínica, a medicina paliativa constitui um instrumento precioso e irrenunciável para acompanhar o paciente nas fases mais dolorosas, sofridas, crônicas e terminais da doença. Os assim chamados cuidados paliativos são a expressão mais autêntica da ação humana e cristã de cuidar, o símbolo tangível do compassivo “estar” junto a quem sofre. Eles têm como objetivo «aliviar os sofrimentos na fase final da doença e, ao mesmo tempo, assegurar ao paciente um adequado acompanhamento humano»[64] digno, melhorando-lhe – quanto possível – a qualidade de vida e o bem-estar em geral. A experiência ensina que a aplicação dos cuidados paliativos diminui drasticamente o número de pessoas que pedem a eutanásia. A tal fim, aparece útil um decidido empenho, segundo as possibilidades econômicas, para difundir tais cuidados àqueles que deles venham a ter necessidade, o que deve ser implementado não somente nas fases terminais da vida, mas como abordagem integrada de cuidado em relação a qualquer patologia crônica e/ou degenerativa que possa ter um prognóstico complexo, doloroso e infausto para o paciente e para a sua família[65].

Dos cuidados paliativos faz parte a assistência espiritual ao doente e aos seus familiares. Esta infunde confiança e esperança em Deus ao moribundo e aos familiares, ajudando-os a aceitar a sua morte. É uma contribuição essencial que diz respeito aos agentes de pastoral e à inteira comunidade cristã, a exemplo do Bom Samaritano, para que a rejeição dê lugar à aceitação e sobre a angústia prevaleça a esperança[66], sobretudo quando o sofrimento se prolonga pela degeneração patológica, ao aproximar-se do fim. Nesta fase, a determinação de uma eficaz terapia contra a dor permite ao paciente enfrentar a doença e a morte sem o medo de uma dor insuportável. Tal tratamento deverá necessariamente ser associado a um apoio fraterno, que possa vencer o sentimento de solidão do paciente, muitas vezes causado pelo não sentir-se suficientemente acompanhado e compreendido na sua difícil situação.

A técnica não dá uma resposta radical ao sofrimento e não se pode considerar que ela possa chegar a removê-lo da vida humana[67]. Similar pretensão gera uma falsa esperança, que causa um desespero ainda maior naquele que sofre. A ciência médica é capaz de conhecer sempre melhor a dor física e deve colocar em campo os melhores recursos técnicos para tratá-la; mas o horizonte vital de uma doença terminal gera um sofrimento profundo no doente, que pede uma atenção não meramente técnica. Spe salvi facti sumus: na esperança, aquela teologal, direcionada a Deus, fomos salvos, diz São Paulo (Rm 8, 24).

“O vinho da esperança” é o específico contributo da fé cristã no cuidado do doente e faz referência ao modo com que Deus vence o mal no mundo. No sofrimento, homem deve poder experimentar uma solidariedade e um amor que assumem a dor, oferecendo um sentido à vida, que se estende para além da morte. Tudo isto possui um grande relevo social: «Uma sociedade que não consegue aceitar os que sofrem e não é capaz de contribuir, mediante a com-paixão, para fazer com que o sofrimento seja compartilhado e assumido, também interiormente, é uma sociedade cruel e desumana»[68].

Todavia, deve ser precisado que a definição dos cuidados paliativos assumiu em anos recentes uma conotação que pode resultar equívoca. Em alguns países do mundo, as normativas nacionais que disciplinam os cuidados paliativos (Palliative Care Act), assim como as leis sobre o “fim-da-vida” (End-of-life Law), prevêem junto aos cuidados paliativos a assim chamada Assistência Médica à Morte (MAiD), que pode incluir a possibilidade de requerer eutanásia e suicídio assistido. Tal previsão normativa constitui um motivo de grave confusão cultural, porque faz crer que seja parte integrante dos cuidados paliativos a assistência médica à morte voluntária e que portanto seja moralmente lícito requerer a eutanásia ou o suicídio assistido.

Além disso, nestes mesmos contextos normativos, os interventos paliativos para reduzir o sofrimento dos pacientes graves ou moribundos podem consistir na administração de fármacos orientados a antecipar a morte ou na suspensão/interrupção de hidratação e alimentação, mesmo onde haja um prognóstico de semanas ou meses. Tais práticas equivalem, porém, a uma ação ou omissão voltadas a provocar a morte e são portanto ilícitas. O difundir-se progressivo dessas normativas, também através de diretrizes das sociedades científicas nacionais e internacionais, além de induzir um número crescente de pessoas vulneráveis a escolher a eutanásia ou o suicídio, constitui uma desresponsabilização social diante de tantas pessoas que teriam somente necessidade de serem melhor assistidas e confortadas.

5.     O papel da família e das casas de acolhida (hospice)

No cuidado do doente terminal é central o papel da família[69]. Nela a pessoa se apóia em relações sólidas, é valorizada em si mesma e não somente por sua produtividade ou pelo prazer que pode proporcionar. No cuidado, é essencial que o doente não se sinta um peso, mas que tenha a proximidade e a consideração dos seus caros. Nesta missão, a família tem necessidade de ajuda e de meios adequados. É necessário, portanto, que os Estados reconheçam a primária e fundamental função social da família e o seu papel insubstituível, também neste âmbito, predispondo recursos e estruturas necessárias a sustentá-la. Além disso, o acompanhamento humano e espiritual da família é um dever nas estruturas sanitárias de inspiração cristã; ela jamais seja transcurada, pois constitui uma única unidade de cuidado com o doente.

Junto à família, a instituição das casas de acolhida (hospice), onde se recebem os doentes terminais para assegurar-lhes o cuidado até o momento extremo, é algo bom e de grande ajuda. De resto, «a resposta cristã ao mistério da morte e do sofrimento não é uma explicação, mas uma Presença»[70] que toma sobre si a dor, acompanha-a e a abre a uma esperança confiável. Tais estruturas se colocam como um exemplo de humanidade na sociedade, santuários de uma dor vivida com plenitude de sentido. Por isso, devem ser equipadas com pessoal especializado e meios materiais próprios de cuidado, sempre abertas às famílias: «A este respeito, penso quanto bem fazem os hospice para os cuidados paliativos, onde os doentes terminais são assistidos com apoio médico, psicológico e espiritual qualificado, para que possam viver com dignidade, confortados pela proximidade dos seus entes queridos, a fase final da sua vida terrena. Espero que estes centros continuem a ser lugares onde a “terapia da dignidade” seja praticada com esmero, alimentando assim o amor e o respeito pela vida»[71]. Nestes contextos, assim como em qualquer estrutura sanitária católica, deve haver a presença de profissionais da saúde e agentes de pastoral preparados não somente no aspecto clínico, mas que também se exercitem em uma verdadeira vida teologal de fé e esperança, orientadas a Deus, pois esta constitui a mais alta forma de humanização do morrer[72].

6.     O acompanhamento e o cuidado em idade pré-natal e pediátrica

Em relação ao acompanhamento dos recém-nascidos e das crianças atingidos por doenças crônicas degenerativas incompatíveis com a vida ou nas fases terminais da vida, é preciso reafirmar quanto segue, com a consciência da necessidade de desenvolver uma estratégia operativa capaz de garantir qualidade e bem-estar à criança e à sua família.

Desde a concepção, as crianças atingidas por malformações ou patologias de qualquer gênero são pequenos pacientes que a medicina hoje é capaz de assistir e acompanhar, de modo a respeitar a vida. A vida delas é sagrada, única, irrepetível e inviolável, exatamente como aquela de cada pessoa adulta.

Em caso de patologias pré-natais assim chamadas “incompatíveis com a vida” – isto é, que seguramente levarão à morte dentro de breve lapso de tempo – e em ausência de terapias fetais ou neonatais capazes de melhorar as condições de saúde destas crianças, de nenhum modo sejam elas abandonadas no âmbito assistencial, mas sejam acompanhadas como todo outro paciente até que sobrevenha a morte natural; o comfort care perinatal favorece neste sentido um percurso assistencial integrado que, junto ao suporte dos médicos e dos agentes de pastoral, coloca a presença constante da família. A criança é um paciente especial e requer da parte dos que a acompanham uma preparação particular, seja em termos de conhecimento, seja de presença. O acompanhamento empático de uma criança em fase terminal, que está entre os mais delicados, tem a finalidade de acrescentar vida aos anos da criança e não anos à sua vida.

As casas de acolhida (hospice) perinatais, em particular, fornecem um essencial suporte às famílias que acolhem o nascimento de um filho em condições de fragilidade. Nestes contextos, o acompanhamento médico competente e o suporte de outras famílias-testemunhas, que passaram pela mesma experiência de dor e de perda, constituem um recurso essencial, juntamente ao necessário acompanhamento espiritual dessas famílias. É dever pastoral dos profissionais da saúde de inspiração cristã esforçar-se para favorecer sua máxima difusão no mundo.

Tudo isso se revela particularmente necessário em relação àquelas crianças que, ao estado atual dos conhecimentos científicos, são destinadas a morrer logo após o parto ou pouco tempo depois. Cuidar dessas crianças ajuda os pais a elaborar o luto e a entendê-lo não só como perda, mas como etapa de um caminho de amor percorrido junto com o filho.

Infelizmente, a cultura hoje dominante não promove esta abordagem: em nível social, o uso às vezes excessivo do diagnóstico pré-natal e o afirmar-se de uma cultura hostil à deficiência induzem frequentemente à escolha do aborto, chegando a configurá-lo como prática de “prevenção”. Este consiste no assassinato deliberado de uma vida humana inocente e como tal jamais é lícito. A utilização do diagnóstico pré-natal para finalidades seletivas, portanto, é contrário à dignidade da pessoa e gravemente ilícito, porque expressão de uma mentalidade eugenista. Em outros casos, depois do nascimento, a mesma cultura leva à suspensão ou ao não-início dos cuidados à criança recém-nascida, pela presença ou, até mesmo, só pela possibilidade de desenvolver no futuro uma deficiência. Também esta abordagem, de matriz utilitarista, não pode ser aprovada. Semelhante procedimento, além de ser desumano, é gravemente ilícito do ponto de vista moral.

Princípio fundamental da assistência pediátrica é que a criança na fase final da vida tem direito ao respeito e ao cuidado de sua pessoa, evitando seja a obstinação terapêutica não razoável, seja toda antecipação intencional de sua morte. Em perspectiva cristã, o cuidado pastoral de uma criança doente terminal enseja sua participação à vida divina através do Batismo e da Crisma.

Na fase terminal do decurso de uma doença incurável, mesmo quando sejam suspensas as terapias farmacológicas ou de outra natureza – direcionadas a combater a patologia de que sofre a criança, enquanto não mais apropriadas à sua deteriorada condição clínica e consideradas pelos médicos como fúteis ou excessivamente pesadas para ela, causando apenas mais sofrimento – não se pode deixar, porém, o cuidado integral da pessoa do pequeno doente, nas suas diversas dimensões: fisológica, psicológica, afetivo-relacional e espiritual. Cuidar não significa só aplicar uma terapia e curar; assim como interromper uma terapia, quando ela não ajuda mais a criança incurável, não implica suspender os cuidados eficazes para sustentar as funções fisiológicas essenciais para a vida do pequeno paciente, até quando seu organismo seja capaz de se beneficiar deles (suportes à hidratação, à nutrição, à termorregulação e outros ainda, na medida em que estes sejam requeridos para suportar a homeostase corpórea e reduzir o sofrimento do órgão e sistêmica). A abstenção de toda obstinação terapêutica na administração dos tratamentos julgados ineficazes não deve ser desistência do cuidado, mas deve manter aberto o percurso de acompanhamento à morte. Quanto ao mais, deve-se ter presente que mesmo intervenções rotineiras, como a ajuda à respiração, sejam prestadas de maneira indolor e proporcionada, personalizando o tipo de ajuda adequado de acordo com o paciente, para evitar que a justa premura pela vida contraste com uma injusta imposição de dor evitável.

Neste contexto, a avaliação e a gestão da dor física do recém-nascido e da criança é essencial para respeitá-los e acompanhá-los nas fases mais estressantes da doença. Cuidados personalizados e suaves, hoje já verificados na assistência clínica pediátrica, junto com a presença dos pais, tornam possível uma gestão integrada e mais eficaz de qualquer intervenção assistencial.

A manutenção do vínculo afetivo entre pais e filho é parte integrante do processo de cuidado. A relação de atenção e de acompanhamento pais-criança deve ser favorecida com todos os instrumentos necessários e constitui parte fundamental do cuidado, mesmo nas patologias incuráveis e nas situações em evolução terminal. Além do contato afetivo, não se deve esquecer o momento espiritual. A oração das pessoas próximas, na intenção da criança doente, tem um valor sobrenatural que sobrepassa e aprofunda o liame afetivo.

O conceito ético-jurídico do “melhor interesse do menor” – hoje utilizado para efetuar a avaliação custo-benefício dos cuidados a serem atuados – em nenhum modo pode constituir o fundamento para decidir abreviar a sua vida, em vista de evitar-lhe sofrimentos, mediante ações e omissões que, por sua natureza ou na intenção de quem as realiza, possam se configurar como eutanásicas. Como se disse, a interrupção de terapias desproporcionais não pode conduzir à suspensão daqueles cuidados básicos, necessários para acompanhar o paciente a uma morte natural digna, inclusive aqueles para aliviar a dor, nem mesmo a suspensão daquela atenção espiritual que se oferece a quem logo encontrará Deus.

7.     Terapias analgésicas e supressão da consciência

Alguns cuidados especializados requerem da parte dos profissionais da saúde atenção e competências particulares para realizar a melhor prática médica do ponto de vista ético, sempre conscientes de aproximar-se às pessoas na sua concreta situação de dor.

Para atenuar as dores do doente, a terapia analgésica usa fármacos que podem causar a supressão da consciência (sedação). Um profundo sentido religioso pode permitir ao paciente viver a dor como uma oferta especial a Deus, na óptica da Redenção[73]; todavia, a Igreja afirma a liceidade da sedação como parte do cuidado que se oferece ao paciente, para que o fim da vida sobrevenha na máxima paz possível e nas melhores condições interiores. Isto se aplica também ao caso de tratamentos que aproximam o momento da morte (sedação paliativa profunda em fase terminal)[74], sempre, na medida do possível, com o consentimento informado do paciente. Do ponto de vista pastoral, faz bem cuidar da preparação espiritual do doente para que chegue conscientemente à morte, entendida como encontro com Deus[75]. O uso dos analgésicos é, pois, parte do cuidado com o paciente, mas qualquer administração que lhe cause direta e intencionalmente a morte é uma prática eutanásica e é inaceitável[76]. A sedação deve assim excluir, como seu escopo direto, a intenção de matar, mesmo se dela resultar um possível condicionamento sobre a morte, de qualquer modo inevitável[77].

Necessita-se fazer aqui uma precisação em referência aos contextos pediátricos: no caso da criança não capaz de entender, como por exemplo um recém-nascido, não se deve cometer o erro de supor que ela possa suportar a dor e aceitá-la, quando existem sistemas para aliviá-la. Por isso, é um dever médico esforçar-se para reduzir o mais possível o sofrimento da criança, para que possa chegar à morte natural em paz e podendo perceber o mais possível a presença amorosa dos médicos e, sobretudo, da família.

8.     O estado vegetativo e o estado de consciência mínima

Outras situações relevantes são aquela do doente em ausência persistente de consciência, o assim chamado “estado vegetativo” e aquela do doente em estado de “consciência mínima”. É sempre totalmente desviante pensar que o estado vegetativo e o estado de consciência mínima, em sujeitos que respiram autonomamente, sejam sinal de que o doente tenha deixado de ser pessoa humana, com toda a dignidade que lhe é própria[78]. Ao contrário, nesses estados de máxima fraqueza, ele deve ser reconhecido no seu valor e assistido com cuidados adequados. O fato de que o doente possa permanecer por anos nesta dolorosa situação, sem uma esperança clara de recuperação, implica inegável sofrimento para aqueles que dele cuidam.

Pode ser útil, antes de tudo, relembrar aquilo que não se pode perder de vista numa situação assim tão dolorosa, a saber: o paciente nesses estados tem direito à alimentação e à hidratação; alimentação e hidratação por via artificial são a princípio medidas ordinárias; em alguns casos, tais medidas podem se tornar desproporcionadas ou porque a sua administração não é mais eficaz ou porque os meios para administrá-las criam um peso excessivo e provocam efeitos negativos que superam os benefícios.

Na óptica destes princípios, o empenho do profissional da saúde não pode se limitar ao paciente, mas deve estender-se à família ou a quem é o responsável pelo cuidado do paciente, para os quais é também necessário prever um oportuno acompanhamento pastoral. Por isso, precisa-se prever um suporte adequado aos familiares que carregam o peso prolongado da assistência a doentes em tais estados, assegurando-lhes aquela proximidade que os ajude a não desanimar e sobretudo a não ver como única solução a interrupção dos cuidados. Para tanto, é preciso que haja boa preparação dos agentes, como também que os familiares sejam apropriadamente apoiados.

9.     A objeção de consciência por parte dos profissionais da saúde e das instituições sanitárias católicas

Diante de leis que legitimam – sob qualquer forma de assistência médica – a eutanásia ou o suicídio assistido, deve-se sempre negar qualquer cooperação formal ou material imediata. Tais contextos constituem um âmbito específico para o testemunho cristão, em que «é necessário obedecer mais a Deus do que aos homens» (At 5, 29). Não existe o direito ao suicídio nem à eutanásia: o direito existe para tutelar a vida e a co-existência entre os homens, não para causar a morte. Portanto, nunca é lícito a ninguém colaborar com tais ações imorais ou deixar entender que se lhe possa ser cúmplice com palavras, atos ou omissões. O único verdadeiro direito é aquele do doente de ser acompanhado e cuidado com humanidade. Só assim se preserva a sua dignidade até o sobrevir da morte natural. «Nenhum profissional da saúde, pois, pode fazer-se tutor executivo de um direito inexistente, mesmo quando a eutanásia fosse requerida em plena consciência pelo sujeito interessado»[79].

A esse respeito, os princípios gerais acerca da cooperação ao mal, ou seja, a ações ilícitas, são assim reafirmados: «Os cristãos, como todos os homens de boa vontade, são chamados, por um grave dever de consciência, a não dar a sua colaboração formal àquelas práticas que, mesmo admitidas pela legislação civil, estão em contraste com a Lei de Deus. De fato, do ponto de vista moral, jamais é lícito cooperar formalmente ao mal. Tal cooperação se verifica quando a ação realizada, ou pela sua própria natureza ou pela configuração que ela assume em um contexto concreto, qualifica-se como participação direta a um ato contra a vida humana inocente ou como compartilhamento da intenção imoral do agente principal. Esta cooperação jamais pode ser justificada nem invocando o respeito à liberdade alheia, nem argumentando que a lei civil a prevê e a requer: pelos atos que cada um pessoalmente realiza existe, de fato, uma responsabilidade moral a que ninguém pode subtrair-se e sobre a qual será julgado por Deus mesmo (cfr. Rm 2, 6; 14, 12)»[80].

É necessário que os Estados reconheçam a objeção de consciência em campo médico e sanitário, no respeito aos princípios da lei moral natural, especialmente onde o serviço à vida interpela cotidianamente a consciência humana[81]. Onde ela não fosse reconhecida, pode-se chegar à situação de dever desobedecer à lei, para não acrescentar injustiça a injustiça, condicionando a consciência das pessoas. Os profissionais da saúde não devem hesitar a pedi-la como direito próprio e como contribuição específica ao bem comum.

Igualmente, as istituições sanitárias devem superar as fortes pressões econômicas que talvez as induzam a aceitar a prática da eutanásia. E quando a dificuldade em encontrar os meios necessários tornasse muito pesado o empenho das instituições públicas, toda a sociedade é chamada a um suplemento de responsabilidade a fim de que os doentes incuráveis não sejam abandonados a si mesmos ou apenas aos recursos de seus familiares. Tudo isto requer uma tomada de posição clara e unitária por parte das Conferências Episcopais, das Igrejas locais, assim como das comunidades e das instituições católicas para tutelar o próprio direito à objeção de consciência nos contextos legislativos que prevêem a eutanásia e o suicídio.

As instituições sanitárias católicas constituem um sinal concreto do modo com que a comunidade eclesial, a exemplo do Bom Samaritano, cuida dos enfermos. O mandato de Jesus «curai os doentes» (Lc 10, 9) encontra uma concreta atuação não só impondo-lhes as mãos, mas recolhendo-os da estrada, assistindo-os nas próprias casas e instaurando apropriadas estruturas de acolhimento e de hospitalidade. Fiel ao mandato do Senhor, a Igreja tem efetivado, no curso dos séculos, várias estruturas de acolhimento, onde o cuidado médico encontra uma específica modalidade na dimensão de serviço integral à pessoa doente.

As instituições sanitárias católicas são chamadas a ser fieis testemunhas da irrenunciável atenção ética e do respeito aos valores humanos fundamentais e àqueles cristãos, constitutivos da sua identidade, mediante a abstenção de evidentes comportamentos moralmente ilícitos, bem como a formal obediência aos ensinamentos do Magistério eclesial. Toda ação que não corresponda às finalidades e aos valores nos quais as instituições católicas se inspiram não é eticamente aceitável e, portanto, prejudica a atribuição da qualificação “católica” à mesma instituição.

Neste sentido, não é eticamente admissível uma colaboração institucional com outras estruturas hospitalares, direcionando a estas as pessoas que pedem a eutanásia. Tais escolhas não podem ser eticamente admitidas nem apoiadas na sua realização concreta, mesmo se são legalmente possíveis. Com efeito, as leis que aprovam a eutanásia «não só não criam obrigação alguma para a consciência, como, ao contrário, geram uma grave e precisa obrigação de opor-se a elas através da objeção de consciência. Desde as origens da Igreja, a pregação apostólica inculcou nos cristãos o dever de obedecer às autoridades públicas legitimamente constituídas (cfr. Rm 13, 1-7; 1Pd 2, 13-14), mas, ao mesmo tempo, advertiu firmemente que “é preciso obedecer mais a Deus do que aos homens” (At 5, 29)»[82].

O direito à objeção de consciência não deve fazer-nos esquecer que os cristãos rejeitam essas leis não em virtude de uma convicção religiosa privada, mas de um direito fundamental e inviolável de cada pessoa, essencial ao bem comum de toda a sociedade. Trata-se, de fato, de leis contrárias ao direito natural, enquanto minam os próprios fundamentos da dignidade humana e de uma convivência justa.

10.     O acompanhamento pastoral e o apoio dos sacramentos

O momento da morte é um passo decisivo do homem no seu encontro com Deus Salvador. A Igreja é chamada a acompanhar espiritualmente os fieis nesta situação, oferecendo-lhes os “recursos sanantes” da oração e dos sacramentos. Ajudar o cristão a viver tal momento em um contexto de acompanhamento espiritual é um ato supremo de caridade. Dado que «nenhuma pessoa de fé deveria morrer na solidão e no abandono»[83], é necessário criar em torno ao doente uma sólida plataforma de relações humanas e humanizantes que o acompanhem e o abram à esperança.

A parábola do Bom Samaritano indica qual deve ser a relação com o próximo sofredor, quais atitudes se precisam evitar – indiferença, apatia, julgamentos, medo de sujar as mãos, fechamento nos próprios assuntos – e quais assumir – atenção, escuta, compreensão, compaixão, discrição.

O convite à imitação, «Vai e faze o mesmo» (Lc 10, 37), é uma advertência a não subestimar todo o potencial humano de presença, de disponibilidade, de acolhimento, de discernimento, de participação, que a proximidade para com quem está em situação de necessidade exige e que é essencial no cuidado integral da pessoa doente.

A qualidade do amor e do cuidado às pessoas em situações críticas e terminais da vida concorre a afastar delas o terrível e extremo desejo de dar fim à própria vida. Só um contexto de calor humano e de fraternidade evangélica, de fato, é capaz de abrir um horizonte positivo e de sustentar o doente na esperança e numa confiante entrega.

Tal acompanhamento faz parte do percurso definido pelos cuidados paliativos e deve compreender o paciente e sua família.

A família, desde sempre, tem desempenhado um papel importante no cuidado. A sua presença, o apoio, o afeto constituem para o doente um fator terapêutico essencial. Ela, recorda Papa Francisco, «foi desde sempre o “hospital” mais próximo. Ainda hoje, em tantas partes do mundo, o hospital é um privilégio para poucos e muitas vezes é distante. São a mãe, o pai, os irmãos, as irmãs, as avós que garantem os cuidados e ajudam a curar»[84].

O assumir para si o peso do outro ou o cuidar dos sofrimentos alheios é um empenho que envolve não só alguns, mas abraça a responsabilidade de todos, de toda a comunidade cristã. São Paulo afirma que quando um membro sofre, todo o corpo sofre (cfr. 1Cor 12, 26) e inteiramente se inclina sobre o membro doente para aliviá-lo. Cada um, no que lhe diz respeito, é chamado a ser “servo da consolação” frente a qualquer situação humana de desolação e de desconforto.

O acompanhamento pastoral chama em causa o exercício das virtudes humanas e cristãs da empatia (en-pathos), da compaixão (cum-passio), do responsabilizar-se pelo sofrimento e compartilhá-lo, e da consolação (cum-solacium), de entrar na solidão do outro para fazê-lo sentir-se amado, acolhido, acompanhado e apoiado.

O ministério da escuta e da consolação que o sacerdote é chamado a oferecer, fazendo-se sinal da solicitude compassiva de Cristo e da Igreja, pode e deve ter um papel decisivo. Nesta importante missão é de capital importância testemunhar e conjugar a verdade e a caridade com as quais o olhar do Bom Pastor não deixa de acompanhar todos os seus. Dado o relevo da figura do sacerdote no acompanhamento humano, pastoral e espiritual dos doentes nas fases terminais da vida, é preciso que no seu percurso de formação seja prevista uma atualizada e direcionada preparação a respeito. É igualmente importante que sejam formados para tal acompanhamento cristão também os médicos e demais profissionais da saúde, já que podem haver circunstâncias particulares que tornam muito difícil a adequada presença dos sacerdotes junto ao leito dos doentes terminais.

Ser homens e mulheres especialistas em humanidade significa favorecer, através das atitudes com que se cuida do próximo sofredor, o encontro com o Senhor da vida, o único capaz de derramar de maneira eficaz sobre as feridas humanas o óleo da consolação e o vinho da esperança.

Cada homem tem o direito natural de ser assistido nessa hora suprema segundo as expressões da religião que professa.

O momento sacramental é sempre o ápice de todo empenho pastoral de cuidado que o precede e fonte de tudo que o segue.

A Igreja chama sacramentos «de cura»[85] a Penitência e a Unção dos Enfermos, que culminam na Eucaristia como “viático” para a vida eterna[86]. Mediante a proximidade da Igreja, o doente vive a proximidade de Cristo que o acompanha no caminho para a casa do Pai (cfr. Jo 14, 6) e o ajuda a não cair no desespero[87], sustentando-o na esperança, sobretudo quando o caminho se faz mais árduo[88].

11.     O discernimento pastoral para quem pede eutanásia ou suicídio assistido

Um caso todo particular em que hoje é necessário reafirmar o ensinamento da Igreja é o acompanhamento pastoral de quem pediu expressamente a eutanásia ou o suicídio assistido. A respeito do sacramento da Reconciliação, o confessor deve assegurar-se que haja a contrição, a qual é necessária para a validade da absolvição, e que consiste na «dor da alma e a reprovação do pecado cometido, acompanhada do propósito de não mais pecar no futuro»[89]. No nosso caso, encontramo-nos diante de uma pessoa que, além de suas disposições subjetivas, realizou a escolha de um ato gravemente imoral e persevera nisso livremente. Trata-se de uma manifesta não-disposição para a recepção dos sacramentos da Penitência, com a absolvição[90], e da Unção[91], assim como do Viático[92]. Poderá receber tais sacramentos no momento em que a sua disposição em dar passos concretos permita ao ministro concluir que o penitente modificou sua decisão. Isto comporta também que uma pessoa que se registrou em uma associação para receber a eutanásia ou o suicídio assitido deva mostrar o propósito de anular tal inscrição antes de receber os sacramentos. Recorde-se que a necessidade de postergar a absolvição não implica um juízo sobre a imputabilidade da culpa, dado que a responsabilidade pessoal poderia ser diminuída ou até mesmo não subsistir[93]. No caso em que o paciente fosse já privado de consciência, o sacerdote poderia administrar os sacramentos sub condicione se se pode presumir o arrependimento a partir de algum sinal dado anteriormente pela pessoa doente.

Esta posição da Igreja não é sinal de falta de acolhimento ao doente. Ela deve ser, de fato, unida à oferta da ajuda e da escuta sempre possíveis, sempre concedidas, junto com uma aprofundada explicação do conteúdo do sacramento, a fim de dar à pessoa, até o último momento, os instrumentos para poder escolhê-lo e desejá-lo. A Igreja, com efeito, é atenta a perscrutar os sinais de conversão suficientes, para que os fieis possam pedir razoavelmente a recepção dos sacramentos. Recorde-se que postergar a absolvição é também um ato medicinal da Igreja, voltado não a condenar o pecador, mas a movê-lo e a acompanhá-lo rumo à conversão.

Deste modo, também no caso em que uma pessoa não se encontre nas condições objetivas para receber os sacramentos, é necessária uma proximidade que a convide sempre à conversão, sobretudo se a eutanásia, requerida ou aceitada, não será praticada em breve tempo. Haverá então a possibilidade de um acompanhamento para fazer renascer a esperança e modificar a escolha errônea, de modo que ao doente seja aberto o acesso aos sacramentos.

Todavia, não é admissível, da parte daqueles que assistem espiritualmente estes enfermos, qualquer gesto exterior que possa ser interpretado como uma aprovação da ação eutanásica, como, por exemplo, o estar presente no momento de sua realização. Tal presença não se pode interpretar senão como cumplicidade. Este princípio se refere de modo particular, mas não só, aos capelães das estruturas sanitárias onde pode ser praticada a eutanásia, que não devem dar escândalo, mostrando-se de algum modo cúmplices da supressão de uma vida humana.

12.     A reforma do sistema educativo e da formação dos profissionais da saúde

No contexto social e cultural hodierno, tão denso de desafios em relação à tutela da vida humana nas fases mais críticas da existência, o papel da educação é ineludível. A família, a escola, as outras instituições educativas e as comunidades paroquiais devem trabalhar com perseverança para o despertar e o aperfeiçoamento daquela sensibilidade para com o próximo e o seu sofrimento, de que se tornou símbolo a figura do Samaritano evangélico[94].

As capelanias hospitalares têm a obrigação de ampliar a formação espiritual e moral dos profissionais da saúde, inclusive dos médicos e enfermeiros, assim como dos grupos de voluntariado hospitalar, para que saibam fornecer a assistência humana e psicológica necessária nas fases terminais da vida. O cuidado psicológico e espiritual do paciente durante todo o decurso da doença deve ser uma prioridade para os agentes de pastoral e profissionais da saúde, premurando-se em colocar ao centro o paciente e sua família.

Os cuidados paliativos devem ser difundidos no mundo e é necessário predispor a tal fim cursos acadêmicos para a formação especializada dos profissionais da saúde. Prioritária é também a difusão de uma correta e capilar informação sobre a eficácia de autênticos cuidados paliativos para um acompanhamento digno da pessoa até a morte natural. As instituições sanitárias de inspiração cristã devem predispor diretrizes para os próprios profissionais da saúde que incluam uma apropriada assistência psicológica, moral e espiritual como componente essencial dos cuidados paliativos.

A assistência humana e espiritual precisa entrar nos percursos formativos acadêmicos de todos os profissionais da saúde e nos estágios hospitalares.

Além disso, as estruturas sanitárias e assitenciais são chamadas a oferecer modelos de assistência psicológica e espiritual para os profissionais da saúde que têm sob sua responsabilidade pacientes terminais. Cuidar de quem cuida é essencial para evitar que sobre os agentes e médicos caia todo o peso (burn out) do sofrimento e da morte dos pacientes incuráveis. Eles precisam de suporte e de momentos adequados de encontro e de escuta para poder elaborar não somente valores e emoções, mas também o sentido da angústia, do sofrimento e da morte no âmbito do seu serviço à vida. Devem poder perceber o sentido profundo de esperança e a consciência de que a própria missão é uma verdadeira vocação a sustentar e acompanhar o mistério da vida e da graça nas fases dolorosas e terminais da existência[95].

Conclusão

O Mistério da Redenção do homem é surpreendentemente enraizado no envolvimento amoroso de Deus com o sofrimento humano. Eis porque podemos confiar em Deus e transmitir esta certeza de fé ao homem sofredor e assustado pela dor e pela morte.

O testemunho cristão mostra como a esperança seja sempre possível, também ao interno da cultura do descarte. «A eloquência da parábola do Bom Samaritano, como também de todo o Evangelho, está sobretudo nisto: o homem deve sentir-se como que chamado em primeira pessoa a testemunhar o amor no sofrimento»[96].

A Igreja aprende do Bom Samaritano o cuidado com o doente terminal e obedece assim ao mandamento conexo ao dom da vida: «respeita, defende, ama e serve a vida, cada vida humana!»[97]. O evangelho da vida é um evangelho da compaixão e da misericórdia, direcionado ao homem concreto, fraco e pecador, para aliviá-lo, mantê-lo na vida da graça e, se possível, curá-lo de toda ferida.

Não basta, todavia, compartilhar a dor, é preciso mergulhar nos frutos do Mistério Pascal de Cristo para vencer o pecado e o mal, com a vontade de «remover a miséria alheia como se se tratasse da própria»[98]. A maior miséria consiste, porém, na falta de esperança diante da morte. Esta é a esperança anunciada pelo testemunho cristão, o qual para ser eficaz deve ser vivido na fé, envolvendo a todos, familiares, enfermeiros, médicos e a pastoral das dioceses e dos centros hospitalares católicos, chamados a viver com fidelidade o dever do acompanhamento dos doentes em todas as fases da doença, em particular nas fases críticas e terminais da vida, assim como definido no presente documento.

O Bom Samaritano, que põe no centro do seu coração o rosto do irmão em dificuldade, sabe ver a sua necessidade, oferece-lhe todo o bem de que precisa para aliviá-lo da ferida da desolação e abre no seu coração luminosas brechas de esperança.

O “querer bem” do Samaritano, que se faz próximo do homem ferido não com palavras nem com a língua, mas com ações e de verdade (cfr. 1Jo 3, 18), toma a forma do cuidado, a exemplo de Cristo, que passou fazendo o bem e curando a todos (cfr. At 10, 38).

Curados por Jesus, tornamo-nos homens e mulheres chamados a anunciar a seu poder que cura, a amar e a cuidar do próximo como Ele nos testemunhou.

Esta vocação ao amor e ao cuidado do outro[99], que traz consigo ganhos de eternidade, é tornada explícita pelo Senhor da vida na paráfrase do juízo final: recebei em herança o reino, porque eu era doente e fostes me visitar. Quando, Senhor? Todas as vezes que o fizestes a um irmão mais pequenino, a um irmão sofredor, a mim o fizestes (cfr. Mt 25, 31-46).

O Sumo Pontífice Francisco, na data de 25 de junho de 2020, aprovou esta Carta, decidida na Sessão Plenária desta Congregação em 29 de janeiro de 2020, e ordenou a sua publicação.

Dado em Roma, da sede da Congregação para a Doutrina da Fé, em 14 de julho de 2020, memória litúrgica de São Camilo de Lélis.

Luis F. Card. LADARIA, S.I.
Prefeito

 Giacomo MORANDI
Arcebispo tit. de Cerveteri
Secretário

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[1] Missal Romano reformado segundo os decretos do Concílio Vaticano II, promulgado pelo Papa Paulo VI. Conferências Episcopais de Portugal, Moçambique, Angola e São Tomé e Dioceses de Bissau e Cabo Verde, 1992. Prefácio comum VIII, p. 507.

[2] Cfr. Pontifício Conselho Para a Pastoral no Campo da Saúde, Nova carta dos Profissionais da Saúde, Libreria Editrice Vaticana, Città del Vaticano, 2016, n. 6.

[3] Cfr. Bento XVI, Carta Enc. Spe salvi (30 de novembro de 2007), n. 22: AAS 99 (2007), 1004: «Se ao progresso técnico não corresponde um progresso na formação ética do homem, no crescimento do homem interior (cf. Ef 3,16; 2Cor 4,16), então aquele não é um progresso, mas uma ameaça para o homem e para o mundo».

[4] Cfr. Francisco, Discurso à Associação Italiana contra as leucemias-linfomas e mieloma (AIL) (2 de março de 2019): L’Osservatore Romano, 3 de março de 2019, 7.

[5] Id., Exort. Ap. Amoris laetitia (19 de março de 2016), n. 3: AAS 108 (2016), 312.

[6] Cfr. Conc. Ecum. Vaticano II, Const. Past. Gaudium et spes (7 de dezembro de 1965), n. 10: AAS 58 (1966), 1032-1033.

[7] Cfr. João Paulo II, Carta Ap. Salvifici doloris (11 de fevereiro de 1984), n. 4: AAS 76 (1984), 203.

[8] Cfr. Pontifício Conselho para a Pastoral no campo da Saúde, Nova carta dos Profissionais da Saúde, n. 144.

[9] Francisco, Mensagem para a XLVIII Jornada Mundial das Comunicações Sociais (24 de janeiro de 2014): AAS 106 (2014), 114.

[10] João Paulo II, Carta Enc. Evangelium vitae (25 de março de 1995), n. 87: AAS 87 (1995), 500.

[11] Cfr. Id., Carta Enc. Centesimus annus (1° de maio de 1991), n. 37: AAS 83 (1991), 840.

[12] Id., Carta Enc. Veritatis splendor (6 de agosto de 1993), n. 50: AAS 85 (1993), 1173.

[13] Id., Discurso aos participantes do Congresso Internacional sobre “Os tratamentos de suporte vital e estado vegetativo. Progressos científicos e dilemas éticos” (20 de março de 2004), n. 7: AAS 96 (2004), 489.

[14] Cfr. Congregação para a Doutrina da Fé, Carta Placuit Deo (22 de fevereiro de 2018), n. 6: AAS 110 (2018), 430.

[15] Cfr. Pontifício Conselho para a Pastoral no campo da Saúde, Nova carta dos Profissionais da Saúde, n. 9.

[16] Cfr. Paulo VI, Alocução na última sessão pública do Concílio (7 de dezembro de 1965): AAS 58 (1966), 55-56.

[17] Pontifício Conselho para a Pastoral no campo da Saúde, Nova carta dos Profissionais da Saúde, n. 9.

[18] Cfr. Congregação para a Doutrina da Fé, Carta Placuit Deo (22 de fevereiro de 2018), n.12: AAS 110 (2018), 433-434.

[19] Francisco, Discurso aos participantes da Plenária da Congregação para a Doutrina da Fé (30 de janeiro de 2020): L’Osservatore Romano, 31 de janeiro de 2020, 7.

[20] Cfr. Bento XVI, Carta Enc. Deus caritas est (25 de dezembro de 2005), n. 31: AAS 98 (2006), 245.

[21] Cfr. Id., Carta Enc. Caritas in veritate (29 de junho de 2009), n. 76: AAS 101 (2009), 707.

[22] Cfr. João Paulo II, Carta Enc. Evangelium vitae (25 de março de 1995), n. 49: AAS 87 (1995), 455: «O sentido mais verdadeiro e profundo da vida: ser um dom que se consuma no dar-se».

[23] Conc. Ecum. Vaticano II, Const. Dogm. Dei Verbum (8 de novembro de 1965), n. 2: AAS 58 (1966), 818.

[24] João Paulo II, Carta Enc. Evangelium vitae (25 de março de 1995), n. 34: AAS 87 (1995), 438.

[25] Cfr. Declaração conjunta das Religiões Monoteístas Abramíticas sobre as problemáticas do fim da vida, Cidade do Vaticano, 28 de outubro de 2019: «Opomo-nos a toda forma de eutanásia – que é um ato direto, deliberado e intencional de tirar a vida – como também ao suicídio medicamente assistido – que é um direto, deliberado e intencional suporte ao suicidar-se – enquanto são atos completamente em contradição com o valor da vida humana e por isso, em consequência, são ações equivocadas do ponto de vista seja moral, seja religioso e deveriam ser proibidas sem exceções».

[26] Cfr. Francisco, Discurso ao Congresso da Associação dos Médicos Católicos Italianos no 70° aniversário de fundação (15 de novembro de 2014): AAS 106 (2014), 976.

[27] Cfr. Pontifício Conselho para a Pastoral no campo da Saúde, Nova carta dos Profissionais da Saúde, n. 1; Congregação para a Doutrina da Fé, Instr. Dignitas personae (8 de setembro de 2008), n. 8: AAS 100 (2008), 863.

[28] Francisco, Carta Enc. Laudato si’ (24 de maio de 2015), n. 65: AAS 107 (2015), 873.

[29] Conc. Ecum. Vaticano II, Const. Past. Gaudium et spes (7 de dezembro de 1965), n. 27: AAS 58 (1966), 1047-1048.

[30] Francisco, Discurso ao Congresso da Associação dos Médicos Católicos Italianos no 70° aniversário de fundação (15 de novembro de 2014): AAS 106 (2014), 976.

[31] Cfr. Id., Discurso à Federação Nacional da Ordem dos Médicos Cirurgiões e dos Dentistas (20 de setembro de 2019): L’Osservatore Romano, 21 de setembro de 2019, 8: «São modos apressados de lidar com escolhas que não são, como poderiam parecer, uma expressão de liberdade da pessoa, quando incluem o descarte do paciente como possibilidade, ou falsa compaixão diante do pedido de ser ajudado a antecipar a morte».

[32] Congregação para a Doutrina da Fé, Carta Placuit Deo (22 de fevereiro de 2018), n. 3: AAS 110 (2018), 428-429; cfr. Francisco, Carta Enc. Laudato si’ (24 de maio de 2015), n. 162: AAS 107 (2015), 912.

[33] Cfr. Bento XVI, Carta Enc. Caritas in veritate (29 de junho de 2009), n. 53: AAS 101 (2009), 688: «Uma das pobrezas mais profundas que o homem pode experimentar é a solidão. Vistas bem as coisas, as outras pobrezas, incluindo a material, também nascem do isolamento, de não ser amado ou da dificuldade de amar».

[34] Cfr. Francisco, Exort. Ap. Evangelii gaudium (24 de novembro de 2013), n. 53: AAS 105 (2013), 1042; veja-se também: Id., Discurso à delegação do Instituto “Dignitatis Humanae” (7 de dezembro de 2013): AAS 106 (2014), 14-15; Id., Encontro com os anciãos (28 de setembro de 2014): AAS 106 (2014), 759-760.

[35] Cfr. João Paulo II, Carta Enc. Evangelium vitae (25 de março de 1995), n. 12: AAS 87 (1995), 414.

[36] Congregação para a Doutrina da Fé, Decl. Iura et bona (5 de maio de 1980), II: AAS 72 (1980), 546.

[37] João Paulo II, Carta Enc. Evangelium vitae (25 de março de 1995), n. 65: AAS 87 (1995), 475; cfr. Congregação para a Doutrina da Fé, Decl. Iura et bona (5 de maio de 1980), II: AAS 72 (1980), 546.

[38] João Paulo II, Carta Enc. Evangelium vitae (25 de março de 1995), n. 65: AAS 87 (1995), 477. É uma doutrina proposta de modo definitivo, na qual a Igreja empenha a sua infalibilidade: cfr. Congregação para a Doutrina da Fé, Nota doutrinal ilustrativa da fórmula conclusiva da Professio fidei (29 de junho de 1998), n. 11: AAS 90 (1998), 550.

[39] Congregação para a Doutrina da Fé, Decl. Iura et bona (5 de maio de 1980), II: AAS 72 (1980), 546.

[40] Cfr. Catecismo da Igreja Católica, n. 2286.

[41] Cfr. Ibidem, nn. 1735 e 2282.

[42] Congregação para a Doutrina da Fé, Decl. Iura e bona (5 de maio de 1980), II: AAS 72 (1980), 546.

[43] Pontifício Conselho para a Pastoral no campo da Saúde, Nova carta dos Profissionais da Saúde, n.169.

[44] Cfr. Ibidem, n.170.

[45] Cfr. João Paulo II, Carta Enc. Evangelium vitae (25 de março de 1995), n. 72: AAS 87 (1995), 484-485.

[46] Francisco, Discurso aos participantes da Assembleia Plenária da Congregação para a Doutrina da Fé (30 de janeiro de 2020): L’Osservatore Romano, 31 de janeiro de 2020, 7.

[47] João Paulo II, Carta Enc. Veritatis splendor (6 de agosto de 1993), n. 15: AAS 85 (1993), 1145.

[48] Cfr. Bento XVI, Carta Enc. Spe salvi (30 de novembro de 2007), nn. 36-37: AAS 99 (2007), 1014-1016.

[49] Congregação para a Doutrina da Fé, Decl. Iura et bona (5 de maio de 1980), II: AAS 72 (1980), 546.

[50] João Paulo II, Carta Ap. Salvifici doloris (11 de fevereiro de 1984), n. 5: AAS 76 (1984), 204.

[51] Cfr. Bento XVI, Carta Enc. Spe salvi (30 de novembro de 2007), n. 38: AAS 99 (2007), 1016.

[52] Cfr. João Paulo II, Carta Ap. Salvifici doloris (11 de fevereiro de 1984), n. 29: AAS 76 (1984), 244: «O homem que é o “próximo” não pode passar com indiferença diante do sofrimento de outrem; e isso, por motivo da solidariedade humana fundamental e em nome do amor ao próximo. Deve “parar”, “deixar-se comover”, como fez o Samaritano da parábola evangélica. Esta parábola, em si mesma, exprime uma verdade profundamente cristã e, ao mesmo tempo, universalmente, muitíssimo humana».

[53] Cfr. Congregação para a Doutrina da Fé, Decl. Iura et bona (5 de maio de 1980), IV: AAS 72 (1980), 549-551.

[54] Cfr. Catecismo da Igreja Católica, n. 2278; Pontifício Conselho para a Pastoral no campo da Saúde, Carta dos Profissionais da Saúde, Libreria Editrice Vaticana, Città del Vaticano, 1995, n. 119; João Paulo II, Carta Enc. Evangelium vitae(25 de março de 1995), n. 65: AAS 87 (1995), 475; Francisco, Mensagem aos participantes do meeting regional europeu da World Medical Association (7 de novembro de 2017): «E se sabemos que nem sempre podemos garantir a cura da doença, devemos e podemos sempre cuidar da pessoa viva: sem abreviar nós mesmos a sua vida, mas também sem nos obstinarmos inutilmente contra a sua morte»; Pontifício Conselho para a Pastoral no campo da Saúde, Nova carta dos Profissionais da Saúde, n. 149.

[55] Cfr. Catecismo da Igreja Católica, n. 2278; Congregação para a Doutrina da Fé, Decl. Iura et bona (5 de maio de 1980), IV: AAS 72 (1980), 550-551; João Paulo II, Carta Enc. Evangelium vitae (25 de março de 1995), n. 65: AAS 87 (1995), 475; Pontifício Conselho para a Pastoral no campo da Saúde, Nova carta dos Profissionais da Saúde, n. 150.

[56] João Paulo II, Carta Enc. Evangelium vitae (25 de março de 1995), n. 65: AAS 87 (1995), 476.

[57] Cfr. Pontifício Conselho para a Pastoral no campo da Saúde, Nova carta dos Profissionais da Saúde, n. 150.

[58] Cfr. João Paulo II, Discurso aos participantes de um encontro de estudo sobre a procriação responsável (5 de junho de 1987), n. 1: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, X/2 (1987), 1962: «Falar de “conflito de valores ou bens” e da consequente necessidade de realizar como que uma espécie de “balanceamento” dos mesmos, escolhendo um e rejeitando o outro, não é moralmente correto».

[59] Cfr. Id., Discurso à Associação dos Médicos Católicos Italianos (28 de dezembro de 1978): Insegnamenti di Giovanni Paolo II, I (1978), 438.

[60] Pontifício Conselho para a Pastoral no campo da Saúde, Nova carta dos Profissionais da Saúde, n. 150.

[61] Cfr. Congregação para a Doutrina da Fé, Respostas a perguntas da Conferência Episcopal dos Estados Unidos sobre a alimentação e a hidratação artificiais (1 de agosto de 2007): AAS 99 (2007), 820.

[62] Ibidem.

[63] Pontifício Conselho para a Pastoral no campo da Saúde, Nova carta dos Profissionais da Saúde, n. 152: «A nutrição e a hidratação, também administradas artificialmente, fazem parte dos cuidados básicos devidos ao moribundo, quando não resultem demasiadamente pesados ou sem nenhum benefício. A sua suspensão não justificada pode ter o significado de um verdadeiro ato eutanásico: “A administração de alimento e água, mesmo por vias artificiais, é em linha de princípio um meio ordinário e proporcionado de conservação da vida. Ela é pois obrigatória, na medida em que e até quando demonstra alcançar a sua finalidade própria, que consiste em promover a hidratação e a nutrição do paciente. Desse modo se evitam os sofrimentos e a morte devidos à inanição e à desidratação”».

[64] Francisco, Discurso à Plenária da Pontifícia Academia para a Vida (5 de março de 2015): AAS 107 (2015), 274, com referência a: João Paulo II, Carta Enc. Evangelium vitae (25 de março de 1995), n. 65: AAS 87 (1995), 476. Cfr. Catecismo da Igreja Católica, n. 2279.

[65] Cfr. Francisco, Discurso à Plenária da Pontifícia Academia para a Vida (5 de março de 2015): AAS 107 (2015), 275.

[66] Cfr. Pontifício Conselho para a Pastoral no campo da Saúde, Nova carta dos Profissionais da Saúde, n. 147.

[67] Cfr. João Paulo II, Carta Ap. Salvifici doloris (11 de fevereiro de 1984), n. 2: AAS 76 (1984), 202: «O sofrimento parece pertencer à transcendência do homem: este é um daqueles pontos nos quais o homem é de certo modo “destinado” a superar a si mesmo, sendo chamado a isto de modo misterioso».

[68] Bento XVI, Carta Enc. Spe salvi (30 de novembro de 2007), n. 38: AAS 99 (2007), 1016.

[69] Francisco, Exort. Ap. Amoris laetitia (19 de março de 2016), n. 48: AAS 108 (2016), 330.

[70] C. Saunders, Watch with me. Inspiration for a life in hospice care. Observatory House, Lancaster, UK, 2005, p. 29.

[71] Francisco, Discurso aos participantes da Assembleia Plenária da Congregação para a Doutrina da Fé (30 de janeiro de 2020): L’Osservatore Romano, 31 de janeiro de 2020, 7.

[72] Cfr. Pontifício Conselho para a Pastoral no campo da Saúde, Nova carta dos Profissionais da Saúde, n. 148.

[73] Cfr. Pio XII, Allocutio. Trois questions religieuses et morales concernant l’analgésie (24 de fevereiro de 1957): AAS 49 (1957), 134-136; Congregação para a Doutrina da Fé, Decl. Iura et bona (5 de maio de 1980), III: AAS 72 (1980), 547; João Paulo II, Carta Ap. Salvifici doloris (11 de fevereiro de 1984), n. 19: AAS 76 (1984), 226.

[74] Cfr. Pio XII, Allocutio. Iis qui interfuerunt Conventui internationali Romae habito a «Collegio Internationale Neuro-Psycho-Pharmacologico» indicto (9 de setembro de 1958): AAS 50 (1958), 694; Congregação para a Doutrina da Fé, Decl. Iura et bona (5 de maio de 1980), III: AAS 72 (1980), 548; Catecismo da Igreja Católica, n. 2779; Pontifício Conselho para a Pastoral no campo da Saúde, Nova carta dos Profissionais da Saúde, n. 155: «Dá-se ainda a eventualidade de causar com os analgésicos e os narcóticos a supressão da consciência no moribundo. Tal emprego merece uma particular consideração. Em presença de dores insuportáveis, refratárias às terapias analgésicas usuais, em proximidade do momento da morte, ou na fundada previsão de uma particular crise no momento da morte, uma séria indicação clínica pode comportar, com o consentimento do doente, a administração de fármacos supressivos da consciência. Esta sedação paliativa profunda em fase terminal, clinicamente motivada, pode ser moralmente aceitável sob a condição de que seja feita com o consentimento do doente, que seja dada uma oportuna informação aos familiares, que seja excluída toda intencionalidade eutanásica e que o doente tenha podido satisfazer seus deveres morais, familiares e religiosos: “aproximando-se à morte, os homens devem ser capazes de poder satisfazer suas obrigações morais e familiares e sobretudo devem poder se preparar com plena consciência ao encontro definitivo com Deus”. Portanto, “não se deve privar o moribundo da consciência de si sem grave motivo”».

[75] Cfr. Pio XII, Allocutio. Trois questions religieuses et morales concernant l’analgésie (24 de fevereiro de 1957): AAS 49 (1957), 145; Congregação para a Doutrina da Fé, Decl. Iura et bona (5 de maio de 1980), III: AAS 72 (1980), 548; João Paulo II, Carta Enc. Evangelium vitae (25 de março de 1995), n. 65: AAS 87 (1995), 476.

[76] Cfr. Francisco, Discurso ao Congresso da Associação dos Médicos Católicos Italianos no 70° aniversário de fundação (15 de novembro de 2014): AAS 106 (2014), 978.

[77] Cfr. Pio XII, Allocutio. Trois questions religieuses et morales concernant l’analgésie (24 de fevereiro de 1957): AAS 49 (1957), 146; Id., Allocutio. Iis qui interfuerunt Conventui internationali Romae habito a «Collegio Internationale Neuro-Psycho-Pharmacologico» indicto (9 de setembro de 1958): AAS 50 (1958), 695; Congregação para a Doutrina da Fé, Decl. Iura et bona (5 de maio de 1980), III: AAS 72 (1980), 548; Catecismo da Igreja Católica, n. 2279; João Paulo II, Carta Enc. Evangelium vitae (25 de março de 1995), n. 65: AAS 87 (1995), 476; Pontifício Conselho para a Pastoral no campo da Saúde, Nova carta dos Profissionais da Saúde, n. 154.

[78] Cfr. João Paulo II, Discurso aos participantes do Congresso Internacional sobre “Os tratamentos de suporte vital e estado vegetativo. Progressos científicos e dilemas éticos” (20 de março de 2004), n. 3: AAS 96 (2004), 487: «Um homem, mesmo se gravemente doente ou impedido no exercício das suas funções mais elevadas, é e será sempre um homem, jamais se tornará um “vegetal” ou um “animal”».

[79] Pontifício Conselho para a Pastoral no campo da Saúde, Nova carta dos Profissionais da Saúde, n. 151.

[80] Ibidem, n. 151; cfr. João Paulo II, Carta Enc. Evangelium vitae (25 de março de 1995), n. 74: AAS 87 (1995), 487.

[81] Cfr. Francisco, Discurso ao Congresso da Associação dos Médicos Católicos Italianos no 70° aniversário de fundação (15 de novembro de 2014): AAS 106 (2014), 977.

[82] João Paulo II, Carta Enc. Evangelium vitae (25 de março de 1995), n. 73: AAS 87 (1995), 486.

[83] Bento XVI, Discurso ao Congresso da Pontifícia Academia para a Vida sobre o tema “Junto ao doente incurável e ao moribundo: orientações éticas e operativas” (25 de fevereiro de 2008): AAS 100 (2008), 171.

[84] Francisco, Audiência Geral (10 de junho de 2015): L’Osservatore Romano, 11 de junho de 2015, 8.

[85] Catecismo da Igreja Católica, n. 1420.

[86] Cfr. Rituale Romanum ex decreto Sacrosancti Oecumenici Concilii Vaticani II instauratum auctoritate Pauli PP. VI promulgatum, Ordo unctionis infirmorum eorumque pastoralis curae, Editio typica, Praenotanda, Typis Poliglotis Vaticanis, Civitate Vaticana, 1972, n. 26; Catecismo da Igreja Católica, n. 1524.

[87] Cfr. Francisco, Carta Enc. Laudato si’ (24 de maio de 2015), n. 235: AAS 107 (2015), 939.

[88] Cfr. João Paulo II, Carta Enc. Evangelium vitae (25 de março de 1995), n. 67: AAS 87 (1995), 478-479.

[89] Concílio de Trento, Sess. XIV, De sacramento penitentiae, cap. 4. In: Denzinger-Hünermann, 1676.

[90] Cfr. CIC, can. 987.

[91] Cfr. CIC, can. 1007: «Não se administre a Unção dos Enfermos aos que perseverarem obstinadamente em pecado grave manifesto».

[92] Cfr. CIC, can. 915 e can. 843 §1.

[93] Cfr. Congregação para a Doutrina da Fé, Decl. Iura et bona, (5 de maio de 1980), II: AAS 72 (1980), 546.

[94] Cfr. João Paulo II, Carta Ap. Salvifici doloris (11 de fevereiro de 1984), n. 29: AAS 76 (1984), 244-246.

[95] Cfr. Francisco, Discurso aos dirigentes das Ordens dos Médicos da Espanha e da América Latina (9 de junho de 2016): AAS 108 (2016), 727-728: «A fragilidade, a dor e a doença são uma provação difícil para todos, até para o pessoal médico, são um apelo à paciência, ao padecer-com; portanto não se pode ceder à tentação funcional de aplicar soluções rápidas e drásticas, movidos por uma falsa compaixão, nem por meros critérios de eficiência e de economia. É a dignidade da vida humana que está em jogo; e também a dignidade da vocação médica».

[96] João Paulo II, Carta Ap. Salvifici doloris (11 de fevereiro de 1984), n. 29: AAS 76 (1984), 246.

[97] Id., Carta Enc. Evangelium vitae (25 de março de 1995), n. 5: AAS 87 (1995), 407.

[98] Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q. 21, a. 3.

[99] Cfr. Bento XVI, Carta Enc. Spe salvi (30 de novembro de 2007), n. 39: AAS 99 (2007), 1016: «Sofrer com o outro, pelos outros; sofrer por amor da verdade e da justiça; sofrer por causa do amor e para se tornar uma pessoa que ama verdadeiramente: estes são elementos fundamentais de humanidade, o seu abandono destruiria o próprio homem».

[01077-PO.01] [Texto original: Italiano]

[B0476-XX.02]